Cada vez quedan menos personas en Madrid que dediquen su vida a afilar cuchillos. Desde luego, no es porque el negocio no sea rentable ni porque el trabajo no goce del mismo prestigio que tiene cualquier otro oficio. Se trata, sencillamente, de que en la era de la IA, el teletrabajo y la supercomputación, pasar la vida entre cuchillos, tijeras y navajas no es para todo el mundo. Y eso que, hasta que alguien invente los cuchillos irrompibles, estos trabajadores serán siempre necesarios.
Mario Fernández Luna, de 50 años, heredó de su tío las primeras piedras de agua que tuvo para sacar filo, así como el pequeño local que tiene en el mercado de Antón Martín. La suya es una tradición familiar extraña: en vez de legar el oficio de padres a hijos, como se suele hacer, en su caso, por alguna razón que ni ellos mismos saben, se va pasando de tíos a sobrinos. Así, al tío de Fernández también se lo legó su tío, y a este se lo dejó otro tío más, y a este otro tío: en total, acumulan ya 4 generaciones de tíos y sobrinos de afiladores.
Los Fernández Luna figuran entre los afiladores más reputados de Madrid. Sus clientes van desde la mismísima Casa Real hasta los últimos restaurantes de moda, como Diverxo, de Dabiz Muñoz. Esto, sin olvidar peluquerías y vecinas del barrio que solo a ellos les confían sus cuchillos. "El brillo, el surco y el filo que le queda a un cuchillo que hayamos afilado los Luna, lo puedo identificar a simple vista", asegura Fernández, que afirma que no hay dos filos iguales en el mundo.
Mario Fernández.
Para José Manuel Galocha, de 53 años, dueño del taller de afilado y vaciado JMG, en el madrileño barrio de Carabanchel, eso no es así exactamente. "El cuchillo no debería tener rayones ni marcas. Debería quedar afilado como si estuviera recién comprado", dice mientras que saca una navaja del bolsillo para enseñar la punta de la hoja y demostrar lo que acaba de afirmar.
Jose Manuel Galocha en su taller.
Entre ellos tampoco se ponen del todo de acuerdo sobre si el oficio de afilar cuchillos es un arte o no. Para Galocha, es un oficio manual que se aprende con la práctica y la repetición. Sin embargo, para Fernández el proceso trasciende un poco más: "Afilar es un arte y cada cuchillo es un mundo. Ningún filo hace el mismo sonido o bota la misma chispa que otro sobre la piedra".
Eso sí, todos recuerdan lo mucho que les costó y los años que invirtieron en aprender a ser los mejores. No lo lograron hasta que empezaron a sentir la identidad de cada uno de los cuchillos que sostenían. "Pasé siete años comprando cuchillos para afilarlos y aprender a hacerlo bien", cuenta Galocha.
Según el cliente, los cuchillos necesitan afilarse cada semana o cada mes: todo está en el uso y el mantenimiento que se les haga. Afilar un cuchillo tiene un precio de media de 2,50 euros, el más básico, y de ahí va subiendo según el afilador y el tipo de filo.
Cada afilador domina una zona de la ciudad. Usualmente, los más hábiles y experimentados se reparten mercados, grandes restaurantes y hoteles. Y su rutina es muy parecida: todos entran a trabajar a las ocho y salen a las ocho. Desde por la mañana, empiezan a trabajar en sus locales recibiendo a los clientes. Después, cierran para comer y hacer el recorrido para recoger los cuchillos de sus clientes más grandes, es decir, aquellos que llevan, por ejemplo, grandes empresas de restauración que les entregan más de 30 cuchillos en un día. Finalmente, vuelven al local y afilan durante un rato más antes de cargar la furgoneta con todos los cuchillos que han arreglado durante el día para devolverlos a sus dueños.
Fernández puede afilar una media de 100 cuchillos al día, confiesa enseñando las manos como prueba visible de 30 años de trabajo manual. Cuando tiene un día con mucho trabajo, al acabar la jornada suele necesitar sumergir los dedos en agua fría para volver a sentir las articulaciones: "Tengo un cubo al lado de la máquina", dice mientras lo enseña a lo lejos.
Son esos los días en los que más echa de menos el tener por el taller otra persona que le eche una mano mientras aprende el oficio para seguir con el negocio. "Es muy difícil. Ahora los muchachos estudian y nos les interesa este oficio", dice, sin ocultar, por otra parte, que aún hay un pequeño brillo de esperanza: siguiendo la centenaria y extraña tradición familiar, su sobrino ha empezado a sentir algo de curiosidad por su trabajo.
Aunque complejo, desde fuera, los únicos instrumentos de trabajo que necesita un afilador para su arte son apenas unas pocas piedras. "Tengo en la parte de atrás del local una piedra afiladora, una pulidora y una en donde se asientan los instrumentos", revela Fernández. Por su parte, Galocha descubrió después de un viaje al extranjero que para él la mejor forma de afilar sus cuchillos no era usar piedras, sino lijas, así que todos sus cuchillos los afila con los diferentes tipos de lijas que tiene en su taller.
Más allá de esto, no hay mucho secreto. Las piedras, por supuesto, las consiguen yendo de paseo allí donde más hay: en el caso de Madrid, en las montañas. Cada verano, muchos afiladores se van de excursión a la sierra en busca de piedras grandes para llevar de vuelta a Madrid y así poder afilar sus cuchillos. Todos coinciden en que las piedras naturales son mucho mejores que las que venden en las tiendas."Nos vamos toda la familia de excusión siempre a coger nuestras piedras", cuenta Fernández.
La tradición viene de lejos. Hace más de 50 años, cuando todos los afiladores de la ciudad se conocían, se hacía una reunión anual en Madrid para pactar los precios de los servicios que ofrecían. "Éramos todos como una gran familia, pero ya ni siquiera hay una asociación de afiladores de España", reflexiona Fernández, que se lamenta de la poca unión que se vive en un oficio que, aunque extrañe a muchos, sigue tan vivo como lo ha estado siempre. Porque, mientras los cuchillos sigan siendo un utensilio esencial en las cocinas de los madrileños, por más que pasen los años y lleguen la IA, la computación cuántica y cuantos inventos puedan existir, el trabajo de afilador no morirá.
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