Son hermosísimas ambas, y con esas viejas imágenes van en perfecta sintonía. Particularmente alguna de esas viejas fotos me hacen recordar algo que escribió don José Ortega y Gasset allá por los años 20, en Notas del vago estío, aunque no tengo una cabritera, quiero compartirlo con ustedes, pues también es arte literario, con una increíble riqueza de vocabulario.
Notas del vago estìo
Hace ya bastantes años, y la imagen se me ha estilizado en estampa, recorría yo a lomo de mula la ruta del Cid, según ha sido reconstruída por nuestro maestro Menéndez Pidal, al hilo del viejo poema.
De Medinaceli, donde parece que vivió el autor de la gesta venerable, me dirigía a Barahona de las Brujas. Es ésta una de las porciones más altas de España, y de las más pobres. No hay apenas caminos, la rueda no se usa. Todo acarreo se hace a espalda de animal, y triunfa el mulo romo, hijo de asna, que es en efecto, un burro pulimentado, esbelto, fino de morro y de cabos.
No puedo ver estos mulitos romos, tan castizos, tan arcaicos, sin pensar que realizan casi el anhelo del gran Juan Ramón Gimenez cuando preparaba la edición ilustrada de Platero y yo.
Era tiempo de agosto, bochornoso, inquieto, y en aquella tierra fría aùn se andaba en la recolección. Los pueblos estaban ceñidos por el cinturón de las eras, donde las parvas relucían como joyas amarillas.
A mediodía llegué a Romanillos, una aldeíta náufraga en un mar de espigas.
Entré en la posada para guarecerme del exceso solar. Por contraste con la radiación exterior, el zaguán parecía una fresca tiniebla. En cambio, desde lo obscuro, el portal era una pantalla de cinematógrafo harta de luz y vagamente irreal.
Pasaban los labriegos por el camino, vestidos de calzón corto y pañuelo a la soriana – cuerpos menudos y sarmentosos, teces negras, dientes ebúrneos – tras ellos los mulitos, campanilleando, cargados con los costales de cebada rubia, recién aventada.
Todo el pueblo de ambos sexos estaba en las eras trabajando nerviosamente, pues en tal época son inminentes las lluvias y puede fermentar la cosecha si no se la recoge pronto.
Sobre el horizonte asoma su hombro negro una nube redonda, torva, maléfica, mágica, y con ella, un extraño dramatismo en el paisaje.
De repente entra por el umbral una tolvanera que enciende la tiniebla con innumerables lucecitas áureas: las menudas pajas que revuelan y ciegan.
Poco después otra ráfaga y otra.
Caen unas gotas gruesas que estallan sobre el polvo del camino. Los transeúntes avivan el paso. Las gotas menudean, y un trueno gigante retumba.
La nube cubre el horizonte. Llega a la carrera, en un galope triunfal, como si dentro de ella un Dios bárbaro viajase.
Llueve.
Las gentes pasan corriendo. El chubasco arrecia. Otro trueno parece machacar las vegas. Un rayo da su latigazo a los caballos aéreos de la nube. La tolvanera no deja ver nada, y súbitamente entra una bocanada de hombres y mujeres que buscan recaudo en el zaguán. Risas, gritos, orgía espontánea de rurales.
En el quicio de la puerta, a contraluz, queda una moza. El refajo rojo se abraza a sus caderas, y una chambra blanca se hincha, como una vela, bajo el doble viento elástico de sus senos. Es rubia, como la cebada, y de ojos azules, como hontanares. Se apoya en una pierna, y la otra deja un anca peraltada, sobre la cual hace descansar harnero que retiene con el brazo.
Entre los gritos se oye la voz silbante de una vieja, con faz rugosa y negra, ojos de sibila que dice indecencias exaltada por la aventura, electrizada por el rayo y la aglomeración. Habla de las habas del país, y sus pupilas ven en el aire los Príapos, que eternamente presiden las recolecciones.
La moza del umbral sonríe al oírla como disolviendo y anulando, a fuerza de esencial virginidad, la lúbrica alusión. Es tan bella y tan virgen que yo resuelvo adorarla bajo la advocación de Nuestra Señora del Harnero.
La tomenta cede, las tolvaneras se apaciguan. Llega un frescor liento que sabe a paja y a nube.
Salen algunos del zaguán.
Vuelven a oírse las campanillas de los mulitos romos, y un nuevo rayo de sol se enreda en el cabello de la virgen.
Al “crescendo” sinfónico del meteoro sigue un suave “diminuendo” , el paisaje vuelve a su compás.
Y yo tomo de nuevo el camino….
Un gran abrazo y espero no haber desvirtuado el post.