Continúo:
La comieron vorazmente, con las bocas abiertas hasta las orejas para tragar más, con ojos redondos que se abrían al mismo tiempo que las mandíbulas, y con ruidos de garganta similares a gorgoteos de canalones.
Las dos mujeres, mudas, miraban los rápidos movimientos de las grandes barbas rojas; y las papas parecían sumergirse en aquellas pelambreras oscilantes.
Como tenían sed, la muchacha bajó a la bodega para sacarles sidra. Se quedó allá mucho tiempo; era una pequeña cueva abovedada que, durante la revolución, había servido de cárcel y de escondrijo, según decían. Se llegaba a ella por medio de una estrecha escalera de caracol cerrada por una trampilla en el fondo de la cocina.
Cuando Berthine reapareció, se reía, se reía sola, con aire socarrón. Y les dio a los alemanes la jarra de bebida. Después cenó ella también, con su madre, en el otro extremo de la cocina.
Los soldados habían acabado de comer, y se estaban adormeciendo los seis, alrededor de la mesa. De vez en cuando una frente caía sobre el tablero con un ruido sordo, y entonces el hombre, despertado bruscamente, se enderezaba.
Berthine le dijo al suboficial:
-Acuéstense ante el fuego, caramba, que hay sitio bastante para seis. Yo subo a mi habitación con mi madre.
Y las dos mujeres subieron. Se las oyó cerrar la puerta con llave, andar durante algún tiempo; luego no hicieron el menor ruido.
Los prusianos se tumbaron en el suelo, con los pies hacia el fuego, la cabeza apoyada en los capotes enrollados, y pronto estaban roncando los seis en seis tonos distintos, agudos o sonoros, pero continuos y formidables.
Dormían hacía ya mucho tiempo cuando sonó un tiro, tan fuerte que se diría disparado contra las paredes de la casa. Los soldados se levantaron al punto. Pero estallaron dos nuevas detonaciones, seguidas por tres más.
La puerta de la pieza de arriba se abrió bruscamente y apareció la muchacha, descalza, en camisa, con enaguas, con una vela en la mano y aspecto aterrado. Balbució:
-Ahí están los franceses, son por lo menos doscientos. Si los encuentran aquí, me queman la casa. Bajen en seguida a la cueva, y no hagan ruido. Si hacen ruido, estamos perdidos.
El suboficial murmuró:
-Eztá fien, eztá fien. ¿Pog donde hay que bajag?
La joven alzó con precaución la trampilla estrecha y cuadrada, y los seis hombres desaparecieron por la escalerilla de caracol, hundiéndose en el suelo uno tras otro, de espaldas, para tantear bien los peldaños con el pie.
Cuando la punta del último casco hubo desaparecido, Berthine, dejando caer la pesada plancha de roble, gruesa como una pared, dura como el acero, sujeta por unas bisagras y una cerradura de calabozo, dio dos buenas vueltas de llave y luego se echó a reír, con una risa muda y encantada, con unas ganas locas de bailar sobre la cabeza de sus prisioneros.
Los soldados no hacían el menor ruido, encerrados allá dentro como en una caja sólida, una caja de piedra que sólo recibía aire por un tragaluz provisto de barras de hierro.
Berthine volvió a encender al punto el fuego, puso sobre él la olla, e hizo más sopa, murmurando:
-Padre se habrá cansado esta noche.
Después se sentó y esperó. Sólo el péndulo sonoro del reloj turbaba el silencio su tictac regular.
De vez en cuando la joven lanzaba una mirada a la esfera, una mirada impaciente que parecía decir:
-“Esto no marcha muy de prisa”.
Pero pronto le pareció que murmuraban bajo sus pies. A través de la bóveda de albañilería de la bodega le llegaban palabras bajas, confusas. Los prusianos empezaban a adivinar su astucia, y pronto el suboficial subió por la escalerilla y golpeó con el puño la trampilla. Gritó de nuevo:
-Abgran!!.
Ella se levantó, se acercó e, imitando su acento:
-¿Qué ez lo que quiege?
-Abgra!!.
-No pienso abgrig.
El hombre se enfadaba:
-Abgra o rrombo la puegta.
Ella se echó a reír:
-Rómpela, jajaj; rómpela, si puedes muchacho!!.
Y él empezó a dar golpes con la culata del fusil contra la trampilla de roble, cerrada sobre su cabeza. Pero ésta hubiera resistido una catapulta.
Berthine lo oyó bajar. Después acudieron los soldados, uno tras otro, a probar sus fuerzas, a inspeccionar la cerradura. Pero, juzgando sin duda inútiles sus tentativas, volvieron a bajar todos a la bodega y empezaron a hablar entre sí.
La joven los escuchaba, y después fue a abrir la puerta de fuera y aguzó los oídos en la noche.
Le llegó un lejano ladrido. Ella empezó a silbar como hubiera hecho un cazador y, casi al punto, dos enormes perros surgieron de las sombras y se lanzaron sobre ella brincando. Los cogió del cuello y los sujetó para impedir que corriesen. Después gritó con todas sus fuerzas:
-¡Eh! ¡padre!
Una voz respondió, todavía muy lejos:
-¡Eh! ¡Berthine!
Ella esperó unos segundos, luego continuó:
-¡Eh! ¡Padre!
La voz, más próxima, repitió:
-¡Eh! ¡Berthine!
La muchacha prosiguió:
-No pases por delante de la lumbrera. Hay prusianos en la bodega.
Y bruscamente la gran silueta del hombre se dibujó hacia la izquierda, parada entre dos troncos de árbol. Preguntó, inquieto:
-¿Prusianos en la bodega? ¿Y qué hacen?
La joven se echó a reír:
-Son los de ayer. Se habían perdido en el bosque, y los he puesto a la sombra en la bodega.
Y contó su aventura, cómo los había asustado con disparos de revólver y encerrado en la cueva.
El viejo, siempre serio, preguntó:
-¿Y qué quieres que hagamos ahora?
Ella respondió:
-Vete a buscar al señor Lavigne y a su tropa. Él los hará prisioneros. Estará encantado.
Y el abuelo Pichon sonrió:
-Sí que estará encantado.
Su hija prosiguió:
-Tienes ahí sopa, cómetela en seguida y luego márchate.
El viejo guarda se sentó a la mesa, y empezó a comer la sopa tras haber dejado en el suelo dos platos llenos para sus perros.
Los prusianos, al oír hablar, se habían callado.
El Zancas se marchó un cuarto de hora después. Y Berthine, con la cabeza entre las manos, aguardó.
Los prisioneros se agitaban de nuevo. Gritaban ahora, llamaban, asestaban sin cesar culatazos furiosos contra la inconmovible trampilla.
Después empezaron a disparar los fusiles por la lumbrera, esperando sin duda ser oídos si algún destacamento alemán pasaba por las cercanías.
La guardesa no se movía, pero todo aquel ruido la exasperaba, la irritaba. Una aviesa cólera despertaba en ella; hubiera querido asesinarlos, a aquellos miserables, para que se callasen.
Después, como crecía su impaciencia, empezó a mirar el reloj, a contar los minutos.
Hacía hora y media que su padre había partido. Ya habría llegado a la ciudad. Creía verlo. Le contaba el asunto al señor Lavigne, que palidecía de emoción y llamaba a su criada para que le diera su uniforme y sus armas. Le parecía oír al tambor corriendo por las calles. Aparecían, en las ventanas, cabezas asustadas. Los soldados-ciudadanos salían de sus casas, apenas vestidos, sofocados, abrochándose los cinturones, y partían, a paso gimnástico, hacia la casa del comandante.
Después la tropa, con el Zancas a la cabeza, se ponía en marcha, en la noche, entre la nieve, hacia el bosque. Miraba el reloj:
-Pueden estar aquí dentro de una hora.
La invadía una nerviosa impaciencia. Los minutos le parecían interminables. ¡Cómo tardaban!
Por fin la aguja marcó el tiempo que ella había fijado para la llegada.
Abrió de nuevo la puerta, para oírlos venir. Distinguió una sombra que avanzaba con precaución. Tuvo miedo, soltó un grito. Era su padre, que le dijo:
-“Me mandan para ver si continúa todo igual”.
-Todo igual.
Entonces él lanzó a su vez, en la noche, un silbido estridente y prolongado. Y pronto vieron una cosa parda que avanzaba, bajo los árboles, lentamente: la vanguardia, compuesta por diez hombres.
El Zancas repetía a cada instante:
-“No pasen por delante del tragaluz”.
Y los primeros en llegar mostraban a los recién venidos la temida lumbrera.
Por fin apareció el grueso de la tropa, doscientos hombres en total llevando cada uno doscientos cartuchos. El señor Lavigne, agitado, tembloroso, los dispuso de forma que rodearan la casa por todas partes, dejando un amplio espacio libre ante el pequeño agujero negro, a ras del suelo, por el que el sótano recibía aire.
Después entró en la habitación y se informó sobre las fuerzas y la actitud del enemigo, que se había quedado tan mudo que habría podido creérsele desaparecido, desvanecido, evaporado por la lumbrera.
El señor Lavigne golpeó con el pie la trampilla y llamó:
-¡Señor oficial prusiano!
El alemán no respondió. El comandante insistió:
-¡Señor oficial prusiano!
Fue en vano. Durante veinte minutos conminó a aquel oficial silencioso a rendirse con armas y bagajes, prometiéndole la vida y honores militares para él y sus soldados. Pero no obtuvo el menor signo de asentimiento o de hostilidad. La situación se ponía difícil.
Los soldados-ciudadanos pisoteaban la nieve, se daban grandes palmadas en las espaldas, como hacen los cocheros para calentarse, y miraban al tragaluz con unas ganas crecientes y pueriles de pasar ante el.
Uno, por fin, se aventuró, un tal Potdevin que era muy ágil. Tomó impulso y pasó corriendo como un ciervo. La intentona tuvo éxito. Los prisioneros parecían muertos. Una voz gritó:
-No hay nadie.
Y otro soldado cruzó el espacio libre ante el peligroso agujero. Entonces fue como un juego. A cada minuto, un hombre se lanzaba, pasaba de una tropa a otra como hacen los niños jugando, y lanzaba a sus espaldas salpicaduras de nieve, de tan vivamente que agitaba los pies. Habían encendido, para calentarse, grandes hogueras de leña seca, y el perfil del guardia nacional que pasaba corriendo aparecía iluminado en un rápido viaje del campo de la derecha al campo de la izquierda. Alguien gritó:
-¡Ahora te toca a tí, Maloison!
Maloison era un gordo panadero cuyo vientre hacía reír a sus camaradas.
Vacilaba. Se burlaron de él. Entonces, decidiéndose, se puso en marcha, con un pasito gimnástico regular y jadeante que sacudía su poderosa panza.
Todo el destacamento lloraba de risa. Gritaban para animarlo:
-¡Muy bien! ¡Muy bien, Maloison!
Estaba llegando más o menos a los dos tercios de su trayecto cuando una llama larga, rápida y roja, brotó de la lumbrera. Una detonación resonó, y el enorme panadero cayó de bruces con un grito espantoso.
Nadie se lanzó a socorrerlo. Entonces lo vieron arrastrarse a cuatro patas por la nieve, gimiendo; cuando hubo finalizado el terrible trayecto, se desmayó.
Tenía una bala en la nalga!!.
Después de la sorpresa inicial y del inicial susto, se alzaron nuevas risas.
Pero el comandante Lavigne apareció en el umbral de la casa forestal. Acababa de preparar su plan de ataque. Ordenó con voz vibrante:
-¡El fontanero Planchut y sus operarios!
Se acercaron tres hombres.
-Arranca los canalones de la casa.
En un cuarto de hora le llevaron al comandante veinte metros de canalón.
Entonces mandó practicar, con mil prudentes precauciones, un agujerito circular en el borde de la trampilla y, preparando una conducción de agua de la bomba a aquella abertura, declaró con aire satisfecho:
-Vamos a invitar a beber a los señores alemanes.
Un frenético «¡viva!» de admiración estalló, seguido por chillidos de gozo y risas locas. Y el comandante organizó pelotones de trabajo que se relevarían cada cinco minutos.
Después ordenó:
-¡Dadle a la bomba!
Habiéndose puesto en marcha el volante de hierro, un ruidito se deslizó a lo largo de los tubos y cayó pronto en el sótano, peldaño tras peldaño, con un murmullo de cascada, un murmullo de estanque de pececitos rojos. Esperaron.
Transcurrió una hora, luego dos, luego tres.
El comandante se paseaba febril por la cocina, pegando la oreja al suelo de vez en cuando, tratando de adivinar lo que hacía el enemigo, preguntándose si capitularía pronto.
El enemigo se agitaba ahora. Lo oían mover barricas, hablar, chapotear.
Después, hacia las ocho de la mañana, una voz salió por la lumbrera:
-Yo querer hablar al zeñor oficial fancéz.
Lavigne respondió, desde la ventana, sin asomar demasiado la cabeza:
-¿Se rinden?
-Me rrindo.
-Entonces, tiren afuera los fusiles.
Al punto vieron un arma salir por el agujero y caer en la nieve, después dos, tres, todas las armas. Y la misma voz declaró:
-No tengo máz. Denze priza. Eztamos ahogadoz.
El comandante ordenó:
-Paren.
El volante de la bomba quedó inmóvil.
Y, habiendo llenado la cocina de soldados que esperaban, con el arma al pie, alzó lentamente la trampilla de roble.
Aparecieron cuatro cabezas empapadas, cuatro cabezas rubias de largos cabellos descoloridos, y se vio salir, uno detrás de otro, a los seis alemanes tiritando, chorreantes, asustados.
Los cogieron y los ataron sólidamente. Y después, como temían una sorpresa, partieron al punto, en dos columnas, una que llevaba a los prisioneros y otra que llevaba a Maloison sobre un colchón colocado sobre dos varas.
Entraron triunfalmente en Rethel.
El señor Lavigne fue condecorado por haber capturado una vanguardia prusiana, y el gordo panadero recibió la medalla militar por herida infligida en acción ante el enemigo.
FIN
Espero que les haya gustado,
Un saludo
Un viejo grabado de la ciudad de Rethel