JEFUERZAXXIX escribió:
Querido amigo Juan:
No paras de sorprender, en este caso con una navaja, bonita, en particular sus cachas y con una tipologia que , como los compañeros, desconocía.
Muchas gracias por mostrarla, por la información y por el post.
Un fuerte abrazo.
Félix
Amigo Félix, una vez más debo agradecer tu presencia y comentarios en el post!! Es una alegría adicional saber que te ha gustado la pieza y resultado el post de utilidad para conocerla.
Tratándose de una navaja relacionada con el algodón, que es un producto básico para la fabricación de hilados y cordeles, se me ocurrió subir un viejo cuento del escritor francés Guy de Maupassant alrededor de 1880, donde un cordelillo es actor principal. Es un poco largo, por lo que lo voy a hacer en un par de capítulos,
Espero que te guste, Maupassant tiene una manera de relatar que parece que uno está viendo una película.
Un gran abrazo!!
El Cordel
Por todos los caminos en torno a Goderville, los campesinos y sus mujeres venían hacia el pueblo. Era día de Feria.
Los varones iban delante, tranquilo el paso, inclinando el cuerpo a cada movimiento de sus largas piernas torcidas, deformadas por los rudos trabajos, por el esfuerzo sobre el arado, que obliga al mismo tiempo a levantar el hombro izquierdo y desviar la cintura; por la siega con hoces, que hace apartar las rodillas para asegurar el aplomo, por todas las labores lentas y penosas del campo.
Sus blusas azules, almidonadas, brillantes como barnizadas, adornadas en el cuello y los puños por una orla de hilo blanco, infladas en torno del torso robusto, parecían globos listos para volar, de los que salían una cabeza, dos brazos y dos piernas.
Unos iban tirando de una vaca, de un becerro. Y las mujeres, detrás del animal, le fustigaban las ancas con ramas, para apresurarlo. Ellas llevaban al brazo anchos canastos de los que asomaban cabezas de pollos por aquí, cabezas de patos por allá. Caminaban con paso más corto y vivaz que los hombres, con los torsos envueltos en mantoncillos gastados, abrochados sobre el raso pecho con un alfiler, pañuelos blancos a la cabeza y sobre los pañuelos, un bonete.
Luego pasaba una carretela, al trote sacudido de un jamelgo, agitando extrañamente a dos hombres sentados uno al lado de otro, y una mujer al fondo del vehículo, a cuyo borde se agarraba para evitar los bamboleos.
En la plaza de Goderville había una muchedumbre de animales y de seres humanos revueltos.
Los cuernos de los bueyes, los altos sombreros de pelo de los campesinos ricos, surgían por encima de la asamblea.
Y las voces chillonas, bulliciosas, formaban un clamor continuado y salvaje que interrumpía a veces una carcajada lanzada por el pecho robusto de algún labriego contento, o por el largo mugido de una vaca amarrada junto a una casa.
Maese Hauchecorne, de Breauté, acababa de llegar a Goderville y se dirigía a la plaza, cuando vió en el suelo un trocito de cordel. Maese Hauchecorne – económico como buen normando – pensó que aquello podría tener utilidad, y se agachó trabajosamente, pues sufría de reumatismo, cogió el pedazo de cordel y se disponía a enrrollarlo cuidadosamente, cuando vió en el umbral de la puerta a Maese Malandain, el guarnicionero, que le miraba.
Otrora habían tenido discusiones acerca de un ronzal, habían quedado disgustados y ambos eran rencorosos.
Hauchecorne sintió cierta vergüenza de haber sido visto por su enemigo buscando entre la basura un pedazo de cordel. Escondió prontamente su hallazgo en el bolsillo de su pantalón, luego hizo como que aún buscaba algo en el suelo – algo que no encontraba – y después se fue hacia el mercado, baja la cabeza, curvado por sus dolores.
Pronto se perdió entre la muchedumbre gritona y lenta, agitada por los interminables regateos. Los campesinos palpaban las vacas, iban y venían, perplejos siempre miedosos, sin decidirse, espiando de reojo al vendedor, tratando sin término de descubrir la trampa del hombre o el defecto de la bestia.
Las mujeres, habían colocado ante ellas sus grandes canastos, y sacando las aves que yacían en el suelo, amarradas las patas, asustados los ojos, rojas las crestas.
Escuchaban proposiciones, mantenían sus precios, seco el ademán, impasible el rostro, o bien, de súbito, aceptando la rebaja impuesta, le gritaban al cliente que se alejaba despacioso:
- Ya está, Maese Anthime, se lo dejo.
Luego, poco a poco, la plaza se despobló, y habiendo sonado el Angelus de mediodía, los que vivían lejos se diseminaron hacia las posadas.
En casa de Jourdain, la sala grande estaba repleta de comensales, tanto como el ancho patio de vehículos de toda clase: carretas, carretelas, tartanas, cabriolés, tilburys, alzando al cielo como dos brazos, sus varales.
Junto a los campesinos, sentados a las mesas, la inmensa chimenea, llena de un fuego claro, arrojaba un vivo calor en las espaldas de los que estaban al lado derecho.
Tres asadores daban vueltas, cargados de pollos, palomas y piernas de carnero, y un grato olor a carne asada de chorreante jugo, saliendo del hogar, iluminaba la alegría y humedecía las bocas.
Toda la “aristocracia del arado” comía allí, en casa de Maese Jourdadin, posadero y chalán, un pillastre que había hecho dinero.
Los platos pasaban y quedaban vacíos, como los jarros de sidra amarilla. Cada cual contaba de sus negocios, de sus compras y de sus ventas. Se daban noticias de las cosechas. El tiempo era bueno para las hortalizas, pero un poco pesado para el trigo.
De pronto, redobló el tambor en el patio ante la casa. Todo el mundo se puso de pié, salvo algunos indiferentes, y corrió hacia la puerta y las ventanas, con la boca llena y la servilleta en la mano.
Cuando hubo terminado su redoble, el pregonero gritó con voz entrecortada:
- “Hago saber a los habitantes de Goderville, y en general a todas las personas presentes en la feria, que se ha perdido esta mañana, en el camino de Beuzeville, entre las nueve y las diez, una cartera de cuero negro que contiene quinientos francos y papeles de negocios. Se ruega la lleven a la alcaldía inmediatamente, o la casa de Maese Fortuné Houlbreque, de Manneville, y se le darán veinte francos de recompensa”
Y luego se fue, una vez más se oyó a lo lejos el redoble sordo del tambor y la voz debilitada del pregonero.
Entonces se empezó a hablar de este suceso, enumerando las posibilidades que tenía Maese Houlbreque de encontrar o no su cartera.
La comida terminó.
Se acababa de tomar el café, cuando el brigadier de la gendarmería apareció en la puerta, y preguntó:
- Maese Hauchecorne, de Breauté, está aquí?
Maese Hauchecorne, sentado en la otra punta de la mesa, respondió:
- Aquí estoy.
Y el brigadier:
- Maese Hauchecorne, tenga la bondad de acompañarme a la alcaldía. El señor alcalde quiere hablar con usted.
El campesino, sorprendido, inquieto, se tomó de un trago su taza, se levantó más curvado aún que por la mañana y se puso en camino, repitiendo:
- Aquí estoy, aquí estoy.
Y siguió al brigadier.
El alcalde lo esperaba sentado en un sillón. Era el notario del lugar, hombre gordo, grave, de frases pomposas.
- Maese Hauchecorne – dijo el alcalde – Esta mañana, le vieron a usted cuando recogía del suelo, en el camino de Beuzeville, la cartera perdida por Maese Houlbreque, de Manneville.
El labriego, desconcertado, miró al alcalde; ya se asustaba de aquella sospecha que caía sobre él, sin que supiera por qué.
- Yo?, que yo he cogido del suelo esa cartera?.
- Sí, usted mismo.
- Palabra de honor que no sabía nada de eso!!
- Le han visto a usted.
- Que me han visto?, Quién me ha visto?
- El señor Malandain, el guarnicionero.
Entonces el viejo recordó, comprendió y enrojeciendo de cólera, dijo:
- Ah, conque me ha visto ese granuja?. Lo que me ha visto recoger es este cordel, señor alcalde. Y buscando en el fondo de su bolsillo, sacó el pedazo de cordel.
Pero el alcalde, incrédulo, movía la cabeza.
- No me va a hacer creer usted, que el señor Malandain, que es un hombre digno de fé, toma esa cuerda por una cartera!!
El campesino, furioso, alzó la mano, escupió a un costado para atestiguar su honor y repitió:
- Sin embargo, esta es la verdad del buen Dios, la santa verdad, señor alcalde. Por la salvación de mi alma, se lo repito!!
El alcalde continuó:
- Después de haber recogido el objeto, usted estuvo rebuscando por un rato en el suelo, por si se le había escapado alguna moneda.
El buen hombre se ahogaba de indignación y de angustia.
- Que se puedan decir mentiras como ésa para calumniar a un hombre decente!!
Fue inútil que protestara, no le creían.
Lo carearon con Malandain, que repitió y mantuvo su afirmación. Se injuriaron durante una hora. Registraron a pedido propio a Maese Hauchecorne, no encontrando nada sobre él.
Por fin, el alcalde, perplejo, le dejó ir, previniéndole que iba a avisar a la policía y pedir órdenes.
La noticia se extendió. A su salida de la alcaldía, el viejo fue rodeado, interrogado con una curiosidad ya seria, ya burlona, pero en la que no entraba la menor indignación.
Y se puso a contar la historia del cordelillo, y nadie le creyó. Reían.
Allá iba el hombre detenido por uno y otro, reiniciando el relato de sus protestas de inocencia, mostrando sus bolsillos vueltos para probar que no tenía nada.
Le decían:
- Anda, anda viejo ladino!!
El se enojaba, se exasperaba, enardecido, desolado de que no le creyeran, no sabiendo que hacer y contando todo el tiempo su historia.
Llegó la noche, era preciso partir. Se puso en camino con tres vecinos, a los que mostró el sitio donde había encontrado el cordel y por todo el camino habló de su aventura.
Dio una vuelta por la aldea de Breauté, para contárselo a todo el mundo. No encontró sino incrédulos.
Y pasó enfermo toda la noche.
Al día siguiente, a eso de la una, Marius Paumelle, mozo de labranza de Maese Breton, cultivador de Ymauville, devolvía la cartera y su contenido a Maese Houlbreque, en Manneville.
Este hombre decía haber encontrado la cartera en el camino, pero no sabiendo leer, la había llevado a casa y se la había entregado a su patrón.
Corrió la noticia por los alrededores y le fue comunicada a Maese Hauchecorne, quien se puso inmediatamente a circular y narrar su historia, completada por el desenlace. Triunfaba.
Continuará...
La plaza del mercado de Goderville a fines del SXIX/ principios del SXX.