Y ya vamos dando fin a esta apasionante historia que nos narra Maupassant:
Los dos Arville articularon una especie de rugido que demostraba su fiera satisfacción y encogiéndose, inclinados hacia adelante, pegándose al cuello de sus briosos caballos, impulsándolos con todo su cuerpo, los lanzaron a la carrera, excitándolos, arrastrándolos, enloqueciéndolos de tal modo con las voces, con sus movimientos, con la espuela, que los hercúleos caballeros, como si un ímpetu gigantesco los condujera volando, parecían arrastrar entre las piernas a sus caballos, que iban a escape, tocando en el suelo con el vientre, haciendo crujir los matorrales y salvando las torrenteras, encaramándose por escarpadas pendientes y descendiendo por angostas gargantas. Los caballeros hacían resonar las trompas con toda la fuerza de sus pulmones, llamando a sus criados y a sus perros.
De pronto, en medio de aquella furiosa y precipitada persecución, mi bisabuelo se golpeó en la frente con una rama enorme que le abrió el cráneo y cayó sin sentido al suelo, mientras el caballo continuaba su carrera loca, desapareciendo en la densa oscuridad que iba envolviendo el bosque.
Francisco de Arville paró en seco y se apeó, cogiendo en brazos a su hermano; vio que por la herida, entre la sangre, asomaba también el cerebro.
Entonces, apoyándolo sobre sus rodillas, contempló el rostro ensangrentado, las facciones rígidas, inertes, del marqués. Poco a poco un miedo lo invadió, un miedo extraño que no había sentido nunca. Temía la oscuridad, la soledad, el silencio del bosque; hasta llegó a temer que apareciera el fantástico lobo, que se vengaba de aquella persecución tenaz de los Arville haciendo morir al mayor de los hermanos.
Espesaban las tinieblas; el frío, agudo, hacía crujir los árboles. Francisco se incorporó, tembloroso, incapaz de permanecer allí más tiempo, sintiéndose casi desfallecer. No se oía nada; ni ladridos de perros ni voces de trompa; todo estaba mudo en el invisible horizonte, y aquel silencio taciturno de una helada noche tenía bastante de horroroso y extraño.
Alzó entre sus manos de coloso el cuerpo gigantesco de Juan, atravesándolo sobre la silla para llevarlo al castillo; montó y se puso en marcha, despacio, sintiendo una turbación semejante a la embriaguez, perseguido por espectros indefinibles y espantosos.
De pronto, una forma vaga cruzó el sendero que la nocturna oscuridad invadía. Era la bestia. Una sacudida brusca, un verdadero espanto agitó al cazador; algo frío, como una gota de agua, se deslizó sobre sus riñones; y, como un ermitaño que ahuyenta a los demonios, el caballero hizo la señal de la cruz, desconcertado ante aquella temible aparición del espantoso vagabundo. Pero sus ojos refrescaron su memoria, presentándole a su hermano muerto; y, de pronto, pasando en un instante del miedo al odio, rugió furiosamente y espoleando al caballo se lanzó tras el lobo.
Lo siguió entre los matorrales, por las torrenteras y a través de bosques desconocidos. Galopaba con la vista penetrante, clavada en la sombra que huía; tropezaban en los troncos y en las rocas la cabeza y los pies del muerto atravesado en la silla. Le arrancaban el cabello las zarzas y salpicaba con sangre los árboles, golpeándolos con la frente; las espuelas rechinaban y hacían saltar chispas de los pedruscos.
De pronto, la bestia y su perseguidor salieron del bosque y se lanzaron a un valle cuando aparecía la luna en lo alto del monte; un valle pedregoso, cerrado por enormes rocas. No hallando fácil salida por aquella parte, la bestia retrocedió.
Francisco no pudo contener un alarido estruendoso de alegría, que los ecos repitieron como repiten el rodar de un trueno, y saltó a tierra empuñando el cuchillo de monte.
La bestia, con los pelos erizados y arqueado el cuerpo, lo aguardaba. Pero antes de comenzar el combate, cogiendo el cazador el cuerpo de su hermano, lo apoyó entre unas rocas, y sosteniéndole con piedras la cabeza, que parecía una masa de sangre cuajada, le dijo a voces, como si hablara con un sordo:
"-¡Mira, Juan! ¡Mira esto!"
Y se arrojó sobre la bestia. Sentíase bastante poderoso para levantar en vilo una montaña, para triturar pedernales entre sus dedos. La bestia quiso hacer presa en él, procurando arrimar su hocico al vientre del cazador; pero éste la tenía sujeta por el cuello y la estrangulaba tranquilamente con la mano, sin acordarse del cuchillo, gozándose al sentir los ahogos de su garganta y las palpitaciones de su corazón. Reía, reía más, cuanto más apretaba; reía gritando: '¡Mira, Juan! ¡Mira esto!' Ya no hallaba resistencia: el cuerpo de la fiera cedía con blandura. El lobo estaba muerto.
Entonces Francisco lo alzó en sus brazos, y acercándose a su hermano con aquella carga, lo arrojó a sus pies diciendo, conmovido y cariñoso:
"-Toma, Juan; tómalo; ahí lo tienes."
Después colocó en la silla los dos cuerpos y se puso en marcha.
Entró en el castillo riendo y llorando, como Gargantúa cuando el nacimiento de Pantagruel.
Pregonaba la muerte de la bestia con exclamaciones de triunfador y gritos de gozo; refería la muerte de su hermano, gimiendo y arrancándose las barbas.
Y, pasado el tiempo, cuando hablaba de aquella noche fatal, decía con lágrimas en los ojos:
"-¡Si al menos hubiese podido ver el pobre Juan cómo estrangulé al lobo, es posible que muriera satisfecho! ¡Estoy seguro!"
La viuda educó a su hijo haciéndolo odiar la caza y ese odio se ha transmitido hasta mí de generación en generación."
El marqués de Arville había terminado. Alguien preguntó:
-Esa historia es una leyenda, ¿verdad?
Y el marqués respondió:
-Aseguro que todo es cierto, que todo ha ocurrido.
Y una señora dijo con dulzura:
-De cualquier modo, agrada oír contar que alguien se apasiona fieramente.
Fin
Espero que les haya gustado.
Saludos
El castillo de Arville - lugar donde Maupassant sitúa los acontecimientos - en un grabado de 1738, cuando era un pabellón de caza.
Hoy