Dando final a la historia que nos cuenta Maupassant:
Quedé suspendido por el asombro, pensando si estaría loco él o sería yo el que veía visiones.
Abruptamente la danza terminó y el viejecito se adelantó como un actor en un escenario, se inclinó y, retrocediendo graciosamente, empezó a lanzar sonrisas y besos, los que enviaba con mano trémula a las hileras de árboles recortados. A continuación reanudó con mucha seriedad su paseo.
Desde aquel día no lo perdí de vista; todas las mañanas repetía la inverosímil escena.
Me entraron unas ganas locas de conversar con él. Me arriesgué y, después de saludarlo, le dije:
-Hace un hermoso día, señor.
Me hizo una reverencia.
-Así es, caballero, parece un día de otros tiempos.
A la semana éramos grandes amigos y me enteré de su vida. Había sido maestro de baile en el teatro de la Ópera durante el reinado de Luis XV. Su hermoso bastón le había sido regalado por el Conde de Clermont. Cuando llegábamos al tema de la danza no dejaba de hablar.
Un día me confidenció que se había casado con la Castris, quien hacía su aparición en las tardes.
-Este jardín -me decía- es nuestra delicia y nuestra vida. No nos queda ya más de aquellos tiempos. Si nos lo quitasen, creo que no podríamos seguir viviendo. Tiene abolengo y distinción, ¿no le parece? Me hace el efecto de que aquí respiro la misma atmósfera de mi juventud. En él pasamos mi mujer y yo todas las tardes; pero yo soy madrugador y vengo desde la mañana.
Apenas terminé de comer volví al Luxemburgo y tropecé muy pronto con mi amigo, quien llevaba del brazo a una viejecita menuda, vestida de negro, a la que fui presentado. Era la Castris, la famosa bailarina , amada de príncipes, amada del rey, amada por todo un siglo que dejó tras de sí un aroma de amor galante. Nos sentamos en un banco. Corría el mes de mayo. Por el follaje de las avenidas perfumadas por el aroma de las flores se deslizaba un sol benigno que derramaba sobre nosotros una débil luz. El vestido de la Castris parecía humedecido por gotitas luminosas.
El jardín estaba solitario; a lo lejos se oía el rodar de los fiacres. Entonces le pregunté al anciano bailarín:
-¿Querría usted darme una idea de lo que era el minué?
Se estremeció.
-El minué, caballero, es el rey de los bailes, y el baile de los reyes. ¿Me comprende usted? Desde que no hay reyes, no hay minué.
Comenzó un elogio ditirámbico, hecho en un lenguaje pomposo, sobre el estilo y las figuras y otros detalles, de lo cual no llegué a entender nada. Le pedí que me describiese los pasos, los movimientos, las posturas. Se confundió entero y, al ver su impotencia, se puso nervioso y preocupado. Pero de pronto se volvió a su antigua compañera, que permanecía seria y silenciosa, y le dijo:
-Elisa, ¿serías tan gentil de ayudarme a mostrarle a este señor lo que era el minué?
Miró ella a todos lados con ojos inquietos y después, sin decir palabra, fue a situarse frente a frente al bailarín.
Lo que vi entonces no lo olvidaré jamás.
Ambos iban y venían haciendo delicados gestos infantiles, se dirigían sonrisas, se deslizaban, se inclinaban, daban brinquitos como dos viejas muñecas movidas por un artificio mecánico de otros tiempos, algo forzado, obra de un obrero muy hábil para su época, pero que hoy aparecía algo obsoleto. Yo contemplaba en silencio, con el corazón turbado por sensaciones extraordinarias, sintiendo una indecible melancolía. Creía encontrarme ante una visión lamentable y cómica, ante el remedo anticuado de otra época. Me entraban ganas de reír y sentía necesidad de llorar.
Se detuvieron de improviso; habían terminado las figuras del baile. Durante unos segundos permanecieron en pie, cara a cara, haciendo los más extraños ademanes; después se besaron entre sollozos.
A los pocos días tuve que salir de París. No volví a verlos. A mi regreso, dos años más tarde, habían deshecho los viveros. ¿Qué habrá sido de aquella pareja sin su amado jardín de otros tiempos, con sus paseos dispuestos en forma de laberinto, con su aroma del pasado y las graciosas curvas de sus glorietas? ¿Habrán muerto ya? ¿Andarán errantes, almas en pena, como en país extraño, por las calles modernas? ¿Bailan tal vez, como espectros grotescos, un fantástico minué entre cipreses de un cementerio, al claro de luna, por sendas bordeadas de tumbas?
El recuerdo suyo me persigue, me obsesiona, me tortura; ha quedado dentro de mí como una herida sin cicatrizar. ¿Por qué? Lo ignoro.
Y ustedes creerán seguramente que estos persistentes recuerdos no son más que una gran tontería.
Fin
Maupassant escribió este cuento en 1883, y la modificación de los viveros del Palacio de Luxemburgo que da motivo al relato tuvo lugar entre 1852 y 1860 durante las obras de renovación de París, llevadas a cabo por el barón Haussmann, para ensanchar avenidas y crear nuevas calles.
El Palacio de Luxemburgo y sus jardines, tal como lucen actualmente
La navaja Bargeon acompañada de la encontrada en el rastro el domingo,
Espero que les haya gustado,
Un saludo