Creo haberlo mencionado anteriormente, pero por estos lares Collins era conocido y apreciado ya a principios del SXX , en prueba de ello les copio un trozo del cuento "Un peón" de Horacio Quiroga, - escrito alrededor de 1920 - donde se lo menciona especificamente:
Una tarde, en Misiones, acababa de almorzar cuando sonó el cencerro del portoncito. Salí afuera, y vi detenido a un hombre joven, con el sombrero en una mano y una valija en la otra.
Hacía cuarenta grados fácilmente, que sobre la cabeza crespa de mi hombre obraba como sesenta. No parecía él, sin embargo, inquietarse en lo más mínimo. Lo hice pasar, y el hombre avanzó sonriendo y mirando con curiosidad la copa de mis mandarinos de cinco metros de diámetro, que, dicho sea de paso, son el orgullo de la región y el mío.
Le pregunté qué quería, y me respondió que buscaba trabajo. Entonces lo miré con más atención.
Para peón, estaba absurdamente vestido. La valija, desde luego de suela, y con lujo de correas. Luego, su traje, de cordero marrón sin una mancha. Por fin las botas; y no botas de obraje, sino artículo de primera calidad. Y sobre todo esto, el aire elegante, sonriente y seguro de mi hombre.
-¿Peón él…?
-Para todo trabajo -me respondió alegre-. Me sé tirar de hacha y de azada… Tengo trabalhado antes de ahora no Foz-do-Iguassú; e fize una plantación de papas.
El muchacho era brasileño, y hablaba una lengua de frontera, mezcla de portugués-español-guaraní, fuertemente sabrosa.
-¿Papas? ¿Y el sol? -observé-. ¿Cómo se las arreglaba?
-¡Oh! -me respondió encogiéndose de hombros-. O sol no hace nada… Tené cuidado usted de mover grande la tierra con a azada… ¡Y dale duro a o yuyo! El yuyo es el peor enemigo de la papa.
Véase cómo aprendí a cultivar papas en un país donde el sol, a más de matar las verduras quemándolas sencillamente como al contacto de una plancha, fulmina en tres segundos a las hormigas rubias y en veinte a las víboras de coral.
El hombre me miraba y lo miraba todo, visiblemente agradado de mí y del paraje.
-Bueno… -le dije-. Vamos a probar unos días… No tengo mayor trabajo por ahora.
-No importa -me respondió-. Me gusta esta casa. Es un lugar muito lindo…
Y volviéndose al Paraná, que corría dormido en el fondo del valle, agregó contento:
-¡Oh, Paraná do diavo…! Si al patrón te gusta pescar, yo te voy a acompañar a usted… ¡Me tengo divertido grande no Foz con os mangrullús!
Por aquí, sí; para divertirse, el hombre parecía apto como pocos. Pero el caso es que a mí también me divertía, y cargué sobre mi conciencia los pesos que llegaría a costarme.
En consecuencia, dejó su valija sobre la mesa de la galería, y me dijo:
-Este día no trabajo… Voy a conocer o pueblo. Mañana empiezo.
De diez peones que van a buscar trabajo a Misiones, solo uno comienza en seguida, y es el que realmente está satisfecho de las condiciones estipuladas. Los que aplazan la tarea para el día siguiente, por grandes que fueren sus promesas, no vuelven más.
Pero mi hombre era de una pasta demasiado singular para ser incluido en el catálogo normal de los mensú, y de aquí mis esperanzas. Efectivamente, al día siguiente -de madrugada aún- apareció, restregándose las manos desde el portón.
-Ahora sí, cumplo… ¿Qué es para fazer?
Le encomendé que me continuara un pozo en piedra arenisca que había comenzado yo, y que alcanzaba apenas a tres metros de hondura. El hombre bajó, muy satisfecho del trabajo, y durante largo rato oí el golpe sordo del pico y los silbidos del pocero.
A mediodía llovió, y el agua arrastró un poco de tierra al fondo. Rato después sentía de nuevo los silbidos de mi hombre, pero el pico no marchaba bien. Me asomé a ver qué pasaba, y vi a Olivera -así se llamaba- estudiando concienzudamente la trayectoria de cada picazo, para que las salpicaduras del barro no alcanzaran a su pantalón.
-Qué es eso, Olivera -le dije-. Así no vamos a adelantar gran cosa…
El muchacho levantó la cabeza y me miró un momento con detención, como si quisiera darse bien cuenta de mi fisonomía. En seguida se echó a reír, doblándose de nuevo sobre el pico.
-¡Está bueno! -murmuró-. ¡Fica bon…!
Me alejé para no romper con aquel peón absurdo, como no había visto otro; pero cuando estaba apenas a diez pasos, oí su voz que me llegaba desde abajo:
-¡Ja, ja…! ¡Esto sí que está bueno, o patrón…! ¿Entao me voy a ensuciar por mi ropa para fazer este pozo condenado?
La cosa proseguía haciéndole mucha gracia. Unas horas más tarde, Olivera entraba en casa y sin toser siquiera en la puerta para advertir su presencia, cosa inaudita en un mensú. Parecía más alegre que nunca.
-Ahí está el pozo -señaló, para que yo no dudara de su existencia-. ¡Condenado…! No trabajo más allá. O pozo que vosé fizo… ¡No sabés hacer para tu pozo, usted…! Muito angosto. ¿Qué hacemos ahora, patrón? -y se acodó en la mesa, a mirarme.
Pero yo persistía en mi debilidad por el hombre. Lo mandé al pueblo a comprar un machete.
-Collins -le advertí-. No quiero Toro.
El muchacho se alzó entonces, muerto de gusto.
-¡Isto sí que está bon! ¡Lindo, Colin! ¡Ahora voy tener para mí machete macanudo!
Y salió feliz, como si el machete fuera realmente para él.
Eran las dos y media de la tarde, la hora por excelencia de las apoplejías, cuando es imposible tocar un cabo de madera que haya estado abandonado diez minutos al sol. Monte, campo, basalto y arenisca roja, todo reverberaba, lavado en el mismo tono amarillo. El paisaje estaba muerto en un silencio henchido de un zumbido uniforme, sobre el mismo tímpano, que parecía acompañar a la vista dondequiera que esta se dirigiese.
Por el camino quemante, el sombrero en una mano y mirando a uno y otro lado las copas de los árboles, con los labios estirados como si silbase, aunque no silbaba, iba mi hombre a buscar el machete. De casa al pueblo hay media legua. Antes de la hora, distinguí de lejos a Olivera que volvía despacio, entretenido en hacer rayas en el camino con su herramienta. Algo, sin embargo, en su marcha, parecía indicar una ocupación concreta, y no precisamente simular rastros de lagartija en la arena. Salí al portón del camino, y vi entonces lo que hacía Olivera: traía por delante, hacía avanzar por delante insinuándola en la vía recta con la punta del machete, a una víbora, una culebra cazadora de pollos.
Un abrazo