Gonzalo50 escribió:
Muy atractivo el motivo publicitario de tu navaja. Me gustó mucho la investigación del logo para datar la navaja. Y lo que, definitivamente, me encantó es el video de la Tristán Narvaja. Me dan ganas de un paseíto por tu hermosa tierra y cansarme de caminar por la feria. Fuerte abrazo.
Gonzalo
Muchas gracias por tu presencia y comentarios Gonzalo!! Celebro que te haya gustado. Con respecto a la feria, recorrerla toda es casi inalcanzable, además en el año 2020 cumplió 150 años de existencia, o sea es un año mas vieja que la firma Continental patrocinadora de la navaja, que los cumplió en el 2021!!
Un gran abrazo, y serás bienvenido si vienes por Uruguay!!
Aprovecho para comenzar con esta historia verídica escrita por el aventurero, explorador y geógrafo William La Varre en 1948 rememorando sus andanzas por la zona del Amazonas en las primeras décadas del SXX:
El "loco" Raimundo.
Conocí a Raimundo Araújo de Souza e Silva en 1919, cuando me hallaba explorando las cabeceras del Amazonas. Entrando al Río Negro vimos una pequeña piragua hundida casi hasta el nivel del agua, bajo el peso de dos grandes bidones llenos de látex blanco, dos perros terrier igualmente blancos y un hombre extremadamente delgado.
- Ahí va el loco Raimundo – dijo uno de los caboclos (mestizos) , sigue todavía ordeñando esos árboles de caucho que ya no sirven para nada-
- Y a que se debe su locura? Pregunté.
- A la baja del caucho. Ya no vale la pena ir a recogerlo!, contestó el caboclo, y agregó: Ha perdido la chaveta, pero es un amigo a quien se puede acudir en caso de necesidad.
El desconocido de la piragua nos saludó con la mano y gritó alguna frase a mis compañeros en la lengua que se habla en el valle del Amazonas.
- El loco Raimundo nos invita a pasar la noche en su “sitio”, me dijo uno de los caboclos. Tiene allí muchas cosas dignas de verse, muy bien podríamos aceptarle la invitación, senhor.
Dos horas después, cuando los guacamayos azules emprendían vuelo hacia el oeste y seguían el curso del angosto río para internarse en sus montañas antes del crepúsculo, llegábamos a la cabaña del loco Raimundo en plena selva. Por “sitio” se entiende allá desde una choza de techumbre de palma, apretujada entre los troncos de grandes árboles, hasta una casa de tejado metálico rodeada por media hectárea o más de terreno limpio de abrojos.
En tiempos de la bonanza del caucho hubo sitios que pudieran llamarse fabulosos y patrones que acumularon riquezas suficientes para edificar en Manaos lujosas mansiones donde albergar a sus esposas, cuando no a sus concubinas en cuyos dientes brillaban los diamantes engastados allí por dentistas traídos de París.
Pero ahora la mayoría de los sitios no pasaban de cabañas abandonadas. Sin embargo, el de Raimundo , primorosamente labrado con maderas de los enormes árboles de la selva, se destacaba por su elegancia y nitidez, fruto del rudo trabajo y constante vigilancia.
Nuestro anfitrión nos esperaba frente a la amplia casa techada: “Muy bienvenido sea el “senhor” americano!!”, fue el gentil saludo que me dirigió.
El dueño de casa era un hombre de alta estatura, se mantenía erguido como una lanza, calzaba sandalias de cuero, vestía camisa y pantalones azules, todo muy limpio.
- Mi sitio es su sitio, me dijo con galantería, mucho tiempo hacía que no hablaba con un norteamericano!.
Detrás de la casa principal, rodeada por amplios corredores, se divisaban otras dos de paredes de madera y techados de hojas de palma. Más allá percibí un huerto cercado con cañas de bambú, donde alzaban sus copas altos cocoteros cargados de frutos y varias veintenas de otros árboles, como limoneros, naranjos, guayabos, bananos y mangos.
Había también patos y gallinas, y también más allá de las edificaciones había una parcela de terreno dedicada al cultivo de caña de azúcar, arroz, maíz y frijoles.
En la penumbra del corredor se distinguía una silla mecedora ocupada por un anciano encogido de cuerpo, pero de mirada vivaz.
- Padre, le dijo mi anfitrión, el senhor pasará la noche con nosotros, es norteamericano.
- Mi padre, - continuó dirigiéndose a mí – oye y vé bien, pero una infección de la garganta lo privó del habla. Me acerqué al anciano y estreché brevemente su mano.
- Mi padre es un personaje casi famoso – apuntó Raimundo – al tiempo que me conducía a una sala artesonada con cedro aromático. Una de las paredes, era como una página de la historia del Amazonas, fotografías antiguas, estampas y recortes de periódicos. Me ofreció una bebida – nueva para mí – suave al paladar pero muy embriagante.
- Es invención de mi padre, que era químico allá en sus tiempos – explicó – la prepara con elementos que se obtienen en la selva.
- Me gusta mucho!, si usted la fabricara en Manaos, haría una fortuna con ella.
- Nao senhor! – se apresuró a decir, nuestra fortuna la haremos aquí, a puro caucho.
- Sin embargo, los caboclos opinan que ya no vale la pena seguir recogiéndolo – repuse.
- Eso dicen quienes han perdido la fé. Mi padre y yo somos de otra opinión. Cuando Dios plantó esos árboles en el Brasil, lo hizo con la intención de que el resto del mundo acudiese a estas regiones a buscar el caucho, todo para que la gente del Amazonas prospere y edifique templos. Pero vinieron gentes extrañas y llevaron árboles de caucho al otro lado del Pacífico y ahora el mundo obtiene el caucho del Lejano Oriente, en vez de recibirlo del Amazonas.
Los ojos de Raimundo centellearon - ¡Mi padre y yo creemos firmemente que un día llegará en que el mundo vuelva otra vez sus ojos al Brasil!!.
En cuanto hubo acabado de hablar, me condujo a un gran edificio situado en la parte posterior del predio. Allí en pilas que llegaban hasta el techo, se amontonaban cientos de bolas negras que despedían un olor acre, casi 10000 libras de caucho “hevea” puro.
- Mayor cantidad – declaró con orgullo – que la que cualquier otra persona haya recogido en Brasil. Algún día ese caucho, y todo el que he de agregarle, alcanzarán un valor enorme.
En 1919 no estaba yo muy de acuerdo con tanto optimismo. Bien es cierto que en las selvas amazónicas crecían millones de árboles de caucho silvestres, pero los ingleses y holandeses poseían también millones de árboles cultivados y en estado de producción.
Pensé que Raimundo estaba desperdiciando sus energías en una tarea infructuosa, pero lo que me dijo en aquella noche de luna me quedó grabado en la memoria como uno de los recuerdos más vivos de mi primer viaje al Amazonas.
Corría el año 1865 cuando el padre de Raimundo, que en ese entonces contaba 19 años de edad y era estudiante de química en Río de Janeiro, se fue de su hogar para unirse a la corriente de aventureros, que atraídos por la fiebre del “oro blanco” se dirigían a la cuenca del alto Amazonas. Su madre, natural de Manaos, era descendiente de un botánico francés – uno de los primeros exploradores del gran río y que en 1736 envió a la Academia de Francia la primera muestra de goma hevea que usaban los indios para impermeabilizar algunas vestimentas como ponchos.
Cuando Raimundo cumplió diez años, ya su padre era dueño de miles de hectáreas de selva virgen en la región cauchera y se mostraba justamente orgulloso de su nueva industria.
Cierto día llegó a su campamento un extranjero. Tenía el propósito de escribir un libro que ayudaría a los brasileños a producir mejor caucho y pidió permiso para estudiar allí.
Se le permitió permanecer, pero lo que en realidad hizo fue recoger furtivamente semillas del árbol de la goma hevea, de las cuales llevó 7000 a Inglaterra en 1876 y las sembró en el Jardín Botánico. Las pequeñas plantas así obtenidas fueron transportadas a la Malaya inglesa y de allí a Ceylan y Birmania.
- Así fue, senhor, como perdió el Brasil, mediante un engaño su privilegio de producir caucho, exclamó el loco Raimundo. La noticia no tardó en llegarnos y a poco, mi padre enfermó gravemente. Sus amigos le quitaron el saludo, creían que él había ayudado al inglés.
- Triste historia es ésa, - comenté -. Pero el inglés podía muy bien haber obtenido las semillas de cualquier otra manera, puesto que ese era el único fin que le habían encomendado en Inglaterra. Sólo se trataba de un agente del gobierno inglés con una misión que tardaría 30 años en madurar, cuando las plantaciones en Asia comenzaran a producir.
- Fue un engaño que algún día será castigado – decía Raimundo – He hecho el compromiso con mi padre de almacenar el caucho y no vender un solo kilo. Aquí he de estar el día en que Dios nos compense por el engaño de que fuimos víctimas.
Continuará,
Saludos