Otro año que ha pasado.
Hoy quiero recordar a los héroes de nuestra bienamada patria, e iremos a la muy noble y leal villa de Zaragoza, que fue sitiada dos veces por los franceses.
Los hechos se conocen en buena lógica como Los sitios de Zaragoza, y abunda de lugares bien conocidos y de muchos héroes y heroínas , algunos muy conocidos y otros muchos anónimos.
Primer sitio (del 14 de junio al 14 de agosto de 1808)
La ciudad de Zaragoza, con un censo de sesenta mil habitantes, disponía de un reducido número de tropas, sobre los mil quinientos armados, y sin obras de fortificación para su defensa, salvo una simple pared de tres o cuatro varas de altura, en junio de 1808. La tropa del general José Rebolledo de Palafox y Melci había sido deshecha por el enemigo cerca del río Alagón el día 14 de junio. Entró el general en la ciudad; los franceses, que le seguían, le intimaron la rendición: la gallarda respuesta fue salir a su encuentro el 15 con la fuerza que pudo reunir. Pero dada la superioridad de los franceses se dirigió con los suyos al puerto del Frasno, donde pensaba reforzarse con la gente que reunía en Calatayud el barón de Warsage (o Varsage, José de l'Hotellerie de Fallois y Fernández de Heredia).
Al estallar la insurrección, preparativo de defensa ante el temido asedio, Aragón se hallaba desprovisto de tropas de línea, de armas y de municiones. Toda la tropa existente en Zaragoza el día 26 de mayo de 1808 consistía en 205 fusileros o miñones, 525 hombres de las partidas de reclutas y algunos oficiales y soldados de diferentes cuerpos que estaban de guarnición en la capital; más los que podían fugarse dela dominación enemiga. Palafox reunió a los oficiales retirados y a los soldados de línea con los que formó la base del ejército de Aragón; y creó con los civiles voluntarios siete batallones que se denominaron Tercios (uno de los más destacados fue el compuesto por universitarios, disciplinados por el barón de Warsage), sumando siete mil quinientos efectivos. Varios oficiales e individuos de prestigio partieron por los municipios limítrofes a alistar hombres, se activó la fabricación de pólvora en la de Villafeliche y el regidor Solanot viajó a Mallorca para conferenciar con los ingleses y activar el envío de tropas de auxilio.
En circunstancias tales se presentó el general Lefèbvre (Charles Lefèbvre Desnouettes) el día 14 de junio con un ejército de seis a siete mil hombres, dividido en tres columnas de acceso y confluencia: una por la dirección de Borja, otra por la de Mallén (donde se había enfrentado con un destacamento del marqués de Lazán) y otra por la Huerta de Cabañas. Puestos a distancia, dispararon los de dentro algunos tiros y el francés detuvo el avance, temeroso de preparativos hostiles a su recepción, que realmente no había. El alto y el recelo animaron a los sitiados que prosiguieron en aumento el tiroteo. Y amaneció el día 15. No cejaba el tiroteo y la dificultad de avance para los invasores, sin embargo, por algunas calles penetraron jinetes franceses y polacos muy pronto derrotados y repelidos por los soldados y paisanos, de toda edad, sexo y condición, que acudieron a frenar el intento alrededor de la iglesia de Nuestra Señora del Portillo.
Ante las sucesivas penetraciones la respuesta de la población civil fue unánime y entusiasta: hombres y mujeres, niños y ancianos, eclesiásticos y seglares arrastraron los cañones a los puntos de contacto con el enemigo. En el de la Puerta del Portillo, a corta distancia del Palacio de la Aljafería, guarnecida por algunos militares y patriotas con artillería, tronaron los cañones batiendo a los franceses sorprendido. También sucumbieron ante la Puerta del Carmen, más bien acribillados a balazos de tiradores certeros apostados tras las tapias en la alameda y en los olivares. Y eso que Verdier había conseguido para su causa un poderoso tren de asalto. Pero hasta la noche no se retiraron los invasores, que habían sufrido un duro castigo, con 500 muertos (puede que setecientos), un número equivalente de heridos y la pérdida de seis cañones, situándose a media legua de Zaragoza. Este desigual combate se denominó Batalla de las Lleras, por haber sido el campo llamado del Sepulcro, inmediato a la puerta del Portillo, el lugar de aquel acontecimiento.
Concluido este primer episodio, los zaragozanos decidieron revestir de la autoridad necesaria para la mejor defensa de la ciudad a persona de su confianza durante la ausencia del general Palafox, eligiendo a Juan Lorenzo Calvo de Rozas, hombre de carácter y demostrado patriotismo, nombrado por Palafox Corregidor de Zaragoza e Intendente del Reino y Ejército de Aragón, y Jefe inmediato de los Alcaldes de barrio por las Cortes de Aragón. Las primeras providencias se destinaron a la fortificación de los reductos más castigados, el asentamiento de las baterías y la obstaculización de las avenidas de tránsito con las puertas de la ciudad; tarea que encomendó al único ingeniero de la plaza, Antonio Sangenís en coordinación con los arquitectos presentes en Zaragoza.
Amedrentados con la matanza del día 15 los franceses esperaban refuerzos para emprender nuevas acometidas, lo cual no fue óbice para que Lefèbvre solicitara la rendición de la ciudad el 17.
El general Palafox recibía cumplida información de los graves sucesos que acontecieron en su ausencia a la asediada Zaragoza, no obstante resueltos con valor por sus abnegados defensores que tan sólo habían empezado a dar muestras de la heroicidad que derrocharon en adelante. Quiso desviar la atención del enemigo con el ataque de sus cinco mil efectivos y cuatro cañones reunidos en Épila el día 23 de junio; pero los franceses tomaron la iniciativa, advertidos del peligro, y la noche de ese 23 cargaron contra los españoles que sostuvieron lucha hasta el amanecer, momento en el que superados por los franceses se retiraron en dirección a Calatayud sin hostigamiento.
A todo eso, en Zaragoza, Calvo de Rozas hizo llamar al gobernador de la plaza marqués de Lazán, Luis Rebolledo de Palafox y Melci, hermano de José Palafox, que entró en Zaragoza el día 24 con algunos oficiales. Al día siguiente convocó una junta que determinó que el día 26 prestasen juramento de defensa hasta morir la tropa acantonada y los vecinos. Así ocurrió, con entusiasmo público en toda la ciudad que sorprendió a los sitiadores. Éstos, impacientados, habiendo surgido rencillas entre los generales Lefèbvre y Jean Antoine Verdier, éste sustituto de aquél, conminaron fieramente la rendición de Zaragoza con el aporte de 3.800 hombres más y 46 piezas de grueso calibre, entre cañones, morteros y obuses. A lo que Calvo de Rozas opuso con firmeza la negativa, al día siguiente , 24 de junio, formalmente plasmada en un documento: "¿Juráis valientes y leales soldados de Aragón el defender vuestra patria, sin consentir jamás el yugo del infame gobierno francés ni abandonar a vuestros jefes ni esta bandera, protegida por la Santísima Virgen del Pilar, vuestra patrona?" "¡Sí, juramos!", contestaron tropa y paisanos, las mujeres y los niños; Zaragoza juró lo que estaba dispuesta a cumplir. El documento llegó a manos francesas, firmado por las autoridades zaragozanas con el marqués de Lazán a la cabeza, con este texto:
"Esta ciudad y las valerosas tropas que la guardan han jurado morir antes que sujetarse al yugo de la Francia, la España toda está resuelta a lo mismo. Y no olvide V. que una nación poderosa y valiente, decidida a sostener la justa causa que defiende, es invencible y no perdonará los delitos que V. o su ejército cometan."
Muy contrariados los franceses ante la patriótica declaración, rompieron fuego el 27 contra las puertas de la ciudad nuevamente reforzados, lo que era una constante en el sitio, con cuatrocientos hombres, cuatro morteros, doce obuses y otras cincuenta piezas de artillería gruesa; y nuevamente fracasando con bastante pérdida. Pero los sitiados sufrieron un golpe adverso al estallar un almacén de pólvora que causó gran destrozo y mayor consternación; y aunque los franceses quisieron aprovechar el desconcierto, los españoles impidieron que entraran en vorágine.
El sitio de Zaragoza. Obra de January Sochodolski, 1870.
Al de por sí complicado panorama para los defensores de Zaragoza, embestidos a diario quizá para que no obtuvieron ni descanso ni olvido del peligro, se sumó para desdicha el 28 la pérdida del monte Torrero, punto vital para la defensa abandonado por el comandante Vicente Falcó (o Falcón) se supone que por falta de efectivos en condiciones o, como también se denunció, debido a flaqueza de ánimo, supuso un mazazo y un nueva adversidad; el comandante Falcó fue ejecutado en cumplimiento de la sentencia del Consejo de Guerra.
Posesionados los franceses de aquella altura inmediata a la ciudad la sembraron de artillería, al tiempo que aprestaban otras baterías diseminadas a tiro de las puertas zaragozanas; la más importante frente a la de Aljafería. Tanto despliegue y exhibición de poder bélico para ocupar una plaza sin apenas defensas de obra, baluartes ni parapetos, artilleros y demás medios de eficaz defensa. Claro que investidos de un espíritu formidable y un empeño tenaz, a los que se incorporó un destacamento de cuatrocientos soldados venidos de Cataluña y que recibieron acto seguido el bautismo de fuego desde las piezas apostadas alrededor.
El asalto a Zaragoza. Obra de January Sochodolski, 1870.
Los defensores se aprestaron a levantar en calles y plazas resguardos contra las bombas y las granadas, sacaron del palacio de la Aljafería unos cañones viejos que dispusieron en batería, amontonaron sacos terreros para obstaculizar la trayectoria de las balas y la metralla, abrieron troneras en las casas y tapias; atravesaron las calles con impedimentos móviles y en ellas abrieron zanjas; arrasaron los olivares, huertas y jardines que podían favorecer la penetración del enemigo, desviaron el curso del río Huerva hacia el interior de Zaragoza, encerraron en sótanos a las personas no aptas para la defensa empleadas en trabajos útiles para la defensa y colocaron vigías para dar los avisos de ataque.
El capitán Pedro Romeo muere rechazando a los franceses en la batería de la Puerta del Carmen el 22 de junio de 1808. Obra de Juan José Martínez de Espinosa.
A las cero horas del 1 de julio los franceses iniciaron una ofensiva generalizada, la más poderosa acción hasta entonces. Un diluvio de bombas y granadas cayó sobre Zaragoza; la campana de la Torre Nueva anunciaba con un toque las bombas que venían de Monte Torrero y con dos las provenientes de la altura de Bernardona. Por lo menos mil ochocientas veces sonó la campana, siendo mayor el número de bombas arrojadas durante las veintisiete horas de fuego espantoso y mortal. Inmensa era la tragedia en las calles zaragozanas, con yacentes por doquier; de continuo urgía que los dragones llevaran a grupa de sus caballos a los exiguos y agotados refuerzos para que taponaran las brechas. En todos los frentes quedaron detenidos los atacantes, incluso en el de la Puerta del Portillo, punto de entrada más duramente acometido que el resto. Siendo menos activas las descargas por la noche, permitió a los defensores recomponer las baterías y parapetos y arreglar las cañoneras del cuartel de Caballería.
El general Palafox, ausente de Zaragoza desde el 14 de junio, volvió a la ciudad la noche del primero de julio con un pequeño ejército de aproximadamente cinco mil hombres, cien caballos y cuatro piezas de artillería, que había reclutado al grito de "¡Sígame el que me ame!", episodio narrado en líneas precedentes. Esa noche del 1 de julio, los zaragozanos respiraron un tanto aliviados ante la reincorporación de su jefe. Como previsión, Palafox dejó al mando del barón de Warsage un depósito de hombres en Calatayud.
La puerta del Carmen, hoy día, llena de impactos de todo tipo. Por el lado interior, de bala de sus bravos defensores, y por el externo, también de bala, y alguno de cañón.
El día dos de julio, segundo de bombardeo, a las dos de la madrugada, rompió fuego el enemigo con todas las piezas a su disposición. Dirigió dos morteros, tres obuses y cuatro cañones contra el castillo de la Aljafería y contra las puertas del Portillo y Sancho. Transcurrida una hora comenzó el ataque terrestre por todos los puntos a la vez, cargando menos contra la puerta del Portillo para engañar a sus defensores y por allí introducirse. El enemigo avanzaba en tres columnas ocultando el grueso de su fuerza en el convento de los Agustinos. Pero habiendo enfilado Palafox las piezas de la cortina de ala casa de la Misericordia provocó que se descubriera. Al mismo tiempo, la caballería francesa formada en la cortina de la cuesta de la Muela, frente de la puerta del Portillo, quiso cambiar de posición, lo que facilitó le puntería de los defensores que le causaron enorme destrozo. Pero como la puntería artillera de los atacantes era también buena, la puerta del Portillo quedó embalsada de sangre y lista para la invasión, cual era el objetivo, de no haber sido por la vigilancia de Palafox.
Llamada la atención de los defensores en todas partes, y casi desierta la puerta del Portillo, el general Verdier mandó sobre ella una columna de infantería de aproximadamente ochocientos efectivos, que avanzaba a bayoneta calada segura de penetrar sin resistencia viva. El general Palafox que observaba este movimiento junto al comandante Casimiro Marcó del Pont, ordenó cargar las piezas y retirar los centinelas para engañar al enemigo. Cuando se aprestaba a lanzarse contra la abandonada batería, surgieron de las bocas mortíferas descargas que aniquilaron a los asaltantes. El general Verdier, contrariado por la treta, impulsó nuevos asaltos pero con mayores precauciones; que fueron rechazados hasta en tres ocasiones con la única ganancia del convento de San José, situado a la derecha del río Huerva y a extramuros de la ciudad, cerca de la puerta Quemada y del convento de Capuchinos a las inmediaciones de la puerta del Carmen.
Defensa heroica desde la torre de San Agustín.
Jornada memorable para los zaragozanos. Mariano Renovales en la puerta de Sancho, Palafox y Marcó del Pont en la del Portillo, el presbítero Sas en la huerta del convento de los Agustinos con sus escopeteros de San Pablo, el capitán de ingenieros Armendáriz y el de cazadores Santisteban en la casa de la Misericordia y en el cuartel de Caballería, Larripa en la puerta del Carmen, el comandante Simonó y el labrador Zamoray en la de Santa Engracia y Torre del Pino, el marqués de Lazán y el intendente Calvo socorriendo todos los puestos; y todos los habitantes de la ciudad a una para impedir el asalto demostraron un valor máximo. Las mujeres y los niños menudeaban por doquier animando a la pelea, uy en medio de la lluvia de fuego transportaban alimento, bebida, munición y ánimo a los combatientes.
Ejemplo de ello, uno más pero muy significado por la historia, es el de Agustina Raimunda María Zaragoza y Doménech, Agustina de Aragón, que a sus diecinueve años y en el peor momento del acoso se erigió en heroína. La puerta del Portillo quedaba desguarnecida por falta de efectivos y anegada de muerte y ruinas, y por allí acudían para entrar los franceses. Viendo tendidos en el suelo a todos los defensores que servían las piezas y los parapetos, la columna invasora avanza creyendo el paso franco; entonces es cuando Agustina, que observa la escena allí mismo, coge la mecha prendida de un artillero moribundo y la aplica a un cañón de a 24 cargado de metralla. El certero disparo arrasa la columna francesa. Ella jura no desamparar su cañón sino con la vida; momento en que Calvo de Rozas manda retroceder a los hombres del mercado y volviendo con ellos a la puerta del Portillo atacan los restos de la maltrecha y desconcertada columna. La escena de resistencia se repitió por todas partes ante la perplejidad del invasor. Al término del episodio el general Palafox premió a la decidida Agustina con un escudo de honor y la charretera de oficial.
Los contemporáneos de Agustina describen su presencia y valor en la puerta del Portillo de esta manera:
"Los franceses iniciaron un ataque general violentísimo y arremetieron con tal fuerza contra la puerta llamada del Portillo que, muertos en una batería exterior todos los que la defendían, nadie osaba ir a reemplazarlos. En aquel momento crítico, la joven Agustina, moza de veinte años, se hallaba cerca del lugar ocupada en llevar comida a los defensores, la cual, haciéndose cargo de la perplejidad de los hombres y del grave peligro de que por allí pudiera entrar el enemigo, pasó rápida la puerta, corrió a la batería y cogiendo valerosamente la mecha encendida de manos de un artillero que acababa de expirar, disparó el cañón, pero con tanto ímpetu que aquel riesgo heroico sirvió de estímulo a los hombres. Acudieron éstos rápidamente y los franceses tuvieron que retirarse. Palafox le dio el grado de oficial."
Hay muchos cuadros de Agustina de Aragón, podéis buscarlos, el que más me gusta, es sin duda éste de Augusto Ferrer-Dalmau.
Agustina Zaragoza Doménech (Agustina de Aragón)
Demasiado esfuerzo inútil el de los invasores. Lamentaban los franceses que sus intentos se estrellaban contra la voluntad indómita de los sitiados, así que optaron por aumentar las obras del sitio en vez de atacar directamente.
Por su parte, encarecidos a defender lo propio y resueltos a ganar pulso y terreno, los sitiados lanzaron una y otra vez a lo largo del mes de julio cargas contra los sitiadores en su campamento, que impresionaban a los atacados, con el propósito de castigar, incomodar y romper el sitio; y repelieron las acometidas de los airados sitiadores.
La estrategia francesa decidía rodear completamente Zaragoza para impedir la llegada de refuerzos y los aires de esperanza. Con este fin construyeron un puente de balsas en la zona de San Lamberto, paso que desbarató el general Palafox con un destacamento que a continuación estableció tres baterías a cuyo abrigo se tirotearon los paisanos con los soldados franceses, a los que ahuyentaron. La represalia de los frustrados sitiadores consistió en quemar las tierras de labor, destruir acequias y molinos y apoderarse de la fábrica de pólvora de Villafeliche. Satisfechos con el estrago, a eso de las nueve de la noche del 17 de julio se acercaron sigilosos a la Puerta de Carmen, pero no lograron prolongar el factor sorpresa y pronto recibieron una lluvia de disparos que los quebrantó. La fallida acción tuvo su eco en las noches sucesivas, con idéntico resultado; también fracasaron al querer tomar el convento extramuros de los Trinitarios. Pero habían volado el puente sobre el río Gállego y cortado las comunicaciones con Levante; además de someter a terribles bombardeos, como el del día último de julio, a la muy castigada Zaragoza.
Iracundos, los franceses, en contrapartida a los sucesivos fracasos, contando con suficiente elemento humano y material, habilitaron una vía de acceso a cubierto, donde situaron progresivamente varias baterías, las más distantes a 400 varas de Zaragoza, y una de cuatro obuses y seis piezas de a dieciséis a 150 varas del Real Monasterio de los Jerónimos de Santa Engracia. Estas bocas de fuego rompieron a tronar el 3 de agosto por la mañana, muy temprano, y durante todo la jornada, causando gran destrozo y continuas incursiones por la espalda que no lograron i amedrentar ni vencer la resistencia española. Prosiguió el bombardeo el 4, principalmente contra Santa Engracia, reducto con alguna artillería española, que apenas soportó el embate, cediendo sus endebles muros a las nueve de la mañana.
Asalto al monasterio de Santa Engracia. Obra de Louis.François Lejeune, 1827.
Sobradas muestras de coraje, audacia y patriotismo jalonaron este y los anteriores días, como ya ha sido expuesto; no obstante, vamos a consignar alguna más. En el ataque a la Torre del Pino, el soldado Ruiz llevó su arrojo hasta el extremo de adelantarse solo al paseo y clavar un cañón enemigo, por cuya hazaña mereció la charretera de oficial. Repitieron sus gestas Agustina; la omnipresente Casta Álvarez, que con su bayoneta clavada en un palo de escoba a guisa de pica arremetía contra el invasor que asomara por su delante; Benita Portolés, que proclama "nuestra santa revolución", en primera línea armada con tercerola y cuchillo, las monjas en general y las Hermanas de la Caridad de Santa Ana en particular, con la madre María Ràfols Bruna; o la condesa de Bureta, María Consolación de Azlor y Villavicencio, que ante la marea invasora y próxima su casa a ser cortada sale a la calle con sus criados, forma dos barricadas y espera al enemigo para rechazarlo o morir en el intento.
el Próximo cuadro habla de la bravura de las zaragozanas:
"Combate de las zaragozanas con los dragones franceses. En el ataque del 15 de Junio 200 dragones franceses pudieron penetrar en la Ciudad y fueron rechazados y muertos por el pueblo. Cinco de ellos, que van a escaparse por la puerta del Portillo, son embestidos por un tropel de Mujeres valientes y perecen a sus manos". Serie Ruinas de Zaragoza, de Juan Gálvez y Fernando Brambila.
Y el labrador Cerezo, un sesentón, feligrés de la parroquia de San Pablo, capitán de una compañía de voluntarios y nombrado gobernador del castillo, salió al Coso armado de espada y broquel prodigándose donde hubiera necesidad.
El labrador D. Mariano Cerezo.
Guerra a cuchillo
Sostenían su ciudad los defensores y no podían doblegar el empeño los atacantes; una situación de tablas inaceptable para el ultrajado francés a quien el emperador Bonaparte apremiaba. Momento en que Lefèbvre propuso "Paz y capitulación" a Palafox, que recorría infatigable todos los puestos sometidos a mayor peligro. Respondió enérgico y lacónico el español desde su cuartel general en Santa Engracia: "¡Guerra y cuchillo!" (o "¡Guerra a cuchillo!"). Santa Engracia, hecho una ruina, se llenó de paisanos prestos a la defensa con uñas y dientes, manteniendo a raya al invasor a pie y a caballo dos frenéticas horas, pasadas las cuales quedo abierta la calle que dirigía al Coso, la principal de la ciudad. Creían los franceses, en número atacante de quince mil, adueñarse de Zaragoza, sin embargo se vieron metidos de lleno en un desfiladero mortal; cerradas las bocacalles y parapetados en toda su extensión los paisanos con sus armas que escupían constante fuego. Tres horas estuvieron detenidos así los invasores, y difícilmente hubieran podido seguir si no hubiera volado un depósito de pólvora (otra nueva fatalidad) allí cerca; con la explosión y el consiguiente daño, avanzaron los franceses llegando al Coso y ocupando el convento de San Francisco y el Hospital General, edificio ardiendo testigo de un encarnizado combate y múltiples desgracias anejas. Perdieron dos mil hombres.
Una pérdida cuantiosa en todos los órdenes sufrieron los franceses esa jornada, a lo que se añadió la herida del general Verdier; no obstante porfiaron en las calles para conquistar lo posible. Entonces se dirigió Calvo de Rozas al Arrabal, aún indemne, para volver al núcleo de la batalla con gente de refresco sacada de aquella zona, y los dispersos que pudo reunir. Iba una vanguardia francesa a ocupar el puente que conduce al Arrabal pero erraron el camino y acabaron en una callejuela para ser acribillada por dos extremos, hasta que llegada la noche pudo replegarse y guarecerse en San Francisco y en el Hospital General.
Había salido el general Palafox a por refuerzos, exigiendo de los zaragozanos palabra de sostenerse hasta su regreso, lo que cumplieron plenamente.
En el campo contrario, bien que aumentado el número de combatientes hasta los 10.000, imperaba la confusión y el hastío; lo que no era óbice para seguir las tareas de cerco y fortificación amenazadora. Por su parte, de cara a estas obras y movimientos, los zaragozanos hostilizaban al sitiador continuamente, día y noche, distinguiéndose por sus acciones muchos patriotas anónimos hombres y mujeres. La noticia de la victoria de Bailén ese día 5, venida como agua de mayo, incrementó la confianza y energía en todos. Esta sonada victoria, la primera sobre las Águilas Imperiales del invicto Napoleón Bonaparte supuso una variación en el escenario. Los franceses recibieron la orden de retirarse a Navarra, y unos latidos más tarde la de proseguir atacando la plaza aragonesa que estaba mustiando y deshojando sus laureles europeos.
Empeñados en resistir o morir, los zaragozanos soportaron las últimas acometidas del rabioso invasor que por fin, el día 13, levantó el campamento; una orden que se dio el día seis pero que de inmediato fue revocada. Aunque antes de perderse con la sensación amarga del fracaso cuando tenían todo a favor en el camino hacia Navarra, con la llegada de cinco mil hombres de refuerzo que venían de Valencia, éstos y los paisanos fueron a despedir a los franceses en campo abierto. Al amanecer del 14, tras quemar los almacenes y destruido aquellos pertrechos de guerra que estorbaban la marcha, los franceses aceleraron la partida; aun así perseguidos por la tropa de Valencia hasta los lindes navarros.
El historiador José María Queipo de Llano y Ruiz de Sarabia, conde de Toreno, resume el primer asedio de Zaragoza: "Célebre y sin ejemplo, mas bien que sitio pudiera considerársele como una continuada lucha o defensa de posiciones diversas, en las que el entusiasmo y personal denuedo llevaba ventaja al calculado valor y disciplina de tropas aguerridas. Pues aquellos triunfos eran tanto más asombrosos cuanto en un principio, y los más señalados fueron conseguidos, no por el brazo de hombres acostumbrados a la pelea y estrépitos marciales, sino por pacíficos labriegos, que ignorando el terrible arte de la guerra tan solamente habían encallecido sus manos con el áspero y penoso manejo de la azada y la podadera".
Sin precisión estadística, los muertos del lado francés rondaron entre los tres y los seis mil hombres, mientras que los españoles contaron al menos dos mil.
Por supuesto Francia, pero también la Europa ocupada por los imperiales napoleónicos y la libre de su yugo miraron con asombro una resistencia tan desesperada, superior a la registrada en los anales de la historia moderna.
El resumen de este primer sitio lo firma Charles Oman en su obra A History of the Peninsular War: "Zaragoza, una ciudad abierta mediante barricadas improvisadas, trincheras y defensas de tierra y probando la capacidad de resistir incluso a un formidable tren de artillería de sitio".
La gloria alcanzada por los defensores de Zaragoza vería muy pronto una reedición. Mientras llegaba la nueva prueba de constancia, tenacidad y heroísmo, henchidos de orgullo, civiles y militares se aprestaron a desescombrar la ruina en que había quedado la ciudad; pero antes y a una dieron gracias a Dios y a la Virgen del Pilar, su protectora y abogada.