Un año más recordamos a nuestros héroes.
Este año compartiré con todos algo sobre otra madrileña que luchó junto a su marido y sus hijos; Clara del Rey Calvo.
Siempre es alentador cualquier pretexto para referirse a aquel insólito 2 de mayo de 1808 y a sus protagonistas en la calle, lo único realmente castizo de Madrid en toda su historia. Muchas mujeres excepcionales se rebelaron aquella dramática mañana. La más relevante fue probablemente Clara del Rey, de 47 años, casada y con tres hijos, natural de Villalón de Campos, Valladolid, donde nació en 1765, de quien como es natural no hay ningún grabado, dibujo o pintura. Dibujantes y pintores de aquellos días de cólera en Madrid no tuvieron tiempo de tomar apuntes de rasgos fisonómicos de los héroes populares. El retrato conocido de la joven Manuela Malasaña es pura idealización del autor, pero aun así, en las principales pinturas del asalto al cuartel, de Joaquín Sorolla, Manuel Castellano y Leonardo Alenza, aquí mostradas, no deja de aparecer una mujer, que todo el mundo identifica con la propia Clara del Rey, salvo en el cuadro de Sorolla en que surge la duda de si Clara es la que está muerta en el suelo o la que se muestra enardecida al lado izquierdo del cañón. Tampoco la escultura de la mujer muerta en el monumento de Aniceto Marinas parece ofrecer duda de que se trata de Clara del Rey.
Arturo Pérez Reverte en Un día de cólera: “Cae poco después, junto al cañón que atiende con su marido y sus hijos, la vecina del barrio Clara del Rey, alcanzada por un cascote de metralla que le destroza la frente.” Fue así, y con ella murieron el marido y uno de los niños, o el que se llamaba Ceferino de 17 o Estanislao de 15, porque el mayor de 19, Juan, se salvó.
Juan Carlos Montón, historiador investigador en los hechos del 2 de mayo, en El País de abril 1985: "La realidad que ahora se ha podido comprobar es que quizá Clara del Rey, frente al protagonismo alcanzado por Manuela Malasaña, fue la única mujer que, en unión de su marido y sus tres hijos, luchó en primera línea contra las tropas invasoras francesas. Yo como historiador tengo la obligación de poner las cosas en su sitio. Manuela Malasaña, que falleció víctima de la represión francesa, era modista, y pese a una orden dictada por las tropas invasoras de que no se llevaran objetos punzantes por la calle, una ronda le descubrió unas tijeras entre sus ropas y eso fue motivo suficiente para que la fusilaran en las tapias del parque de Monteleón, lo que ahora es la plaza del Dos de Mayo". No fue así realmente. Si la pobre Manuela llevaba las tijeras era porque así lo hacía todos los días cuando volvía del taller de costura. Ella, aquel día de mayo estuvo trabajando y obvio es pensar que no tuvo noticia en ningún momento de la prohibición de Murat de ejecutar a los portadores de navajas y tijeras. La joven Manuela murió sin saber por qué la mataban.
En el informe oficial de víctimas del 2 de mayo de 1808 se da cuenta de quién era y cómo se comportó aquella mañana la heroína: “Clara del Rey y Calvo fue una de las más ilustres heroínas del Parque de Artillería. Tenía cuarenta y siete años y era natural de Villalón del Campo. Habitaba en la calle de San José a las Maravillas, núm. 11, patio. Desde el primer momento del tumulto exhortó a su marido, Manuel González Blanco, y a sus tres hijos, Juan, Ceferino y Estanislao, el mayor de diecinueve y el menor de quince años, a tomar parte en la jornada patria, «ayudando a los heroicos artilleros españoles». Trabado el combate, no se apartó un momento del lado de los cañones, donde, acalorando con sus exhortaciones el valor de sus hijos, recibió la muerte, herida en la frente por el casco de una bala de cañón. Se la enterró de misericordia en el Camposanto de la Buena Dicha, y el mayor de sus hijos, Juan González Rey, adorando el recuerdo heroico de la que lo dio el ser, sentó plaza de soldado en la 5ª Compañía del tercer escuadrón de Cazadores de Sagunto e hizo la guerra «para defender la Patria y para vengar a su madre». (Lista del cuartel de Maravillas, núm. 148.- Archivo Municipal de Madrid -327-15 y 329-41.-Lista de víctimas, 1816).”
Los pintores se afanaron por imaginar cómo pudo ser lo más cruento de la lucha ante el portalón del Cuartel de Monteleón. Joaquín Sorolla en su obra de 1884 pintó muchos hombres, al frente de los cuales estaban los capitanes Daoiz y Velarde, y solo dos mujeres, una muerta en el suelo y la otra todavía viva al lado izquierdo de uno de los cañones. Cualquiera de las dos pudo ser Clara del Rey, aunque casi todo el mundo se inclina por la del cañón.
Ángeles de Irisarri (1947), escritora zaragozana especializada en novela histórica, en un artículo titulado Mujeres contra el invasor, publicado en ABC en marzo del 2008, hizo una brillante recreación de las últimas horas de Clara del Rey, que merece destacarse en lugar relevante en esta ocasión y aquí: ”Las vecinas de Madrid también se sumaron a la sublevación popular contra las tropas de Napoleón. Mujeres del pueblo, sencillas y humildes, pero de un inmenso valor para hacer frente al ejército más poderoso del mundo. Entre ellas, Clara del Rey, «dueña honrada», o la joven bordadora Manuela Malasaña. Ambas perdieron la vida en aquella trágica jornada. Desde antes de que abandonara Madrid el Rey Fernando VII, los vecinos echaban pestes contra los franceses. Los pasquines, que aparecían en todas las esquinas, hablaban de un ejército de ocupación y daban cifras: 100.000 soldados en España y 30.000 en la capital y, en referencia a que don Fernando había salido camino de Burgos para recibir al emperador Napoleón, sostenían que era una añagaza pues que los gabachos pretendían llevárselo a Francia, como ya habían hecho con su señor padre, para tener presos a los dos reyes, y se hacían lenguas de la inoperancia de la Junta que, presidida por el Infante Antonio Pascual, tío carnal del Señor Rey, gobernaba en su nombre, y hablaban también de invasión y de esclavitud, palabras que se propalaban en los corrillos y se musitaban en las tabernas, no las fueran a escuchar los franceses que también las frecuentaban y armaran una trifulca, otra.
Los franceses que, vive Dios, habían venido altivos e insolentes y, a la menor se ponían farrucos e insultaban a los hombres y, ahítos de vino, hacían otro tanto con las mujeres y hasta las llamaban putas, pues que bien se habían aprendido la palabrota, y hasta pretendían llevárselas a un pajar o a un lugar oscuro. Eso sí, pagando, queriendo abonar el servicio con un cáliz o con un paño de altar que, rapiñado en alguna iglesia, sacaban del morral sin recatarse pues, como predicaban los curas en las parroquias, talmente parecía que se había producido en España una nueva invasión de los bárbaros. A más que, los madrileños se sentían vigilados. A ver que, mismamente en la romería de Santiago el Verde que venía celebrándose de antiguo el día 1 de mayo en los sotos del Manzanares, donde iban a merendar gentes de todo Madrid: mujeres con sus tarteras en la cabeza y llevando a los críos de la mano, hombres pasando la bota, y todos alegres, se había aguado la fiesta. No porque lloviera, sino por los muchos soldados franceses que había por allá, como si guardaran la carrera. Algunos habían intentado confraternizar con los españoles y se habían acercado a los grupos con su mejor sonrisa, pero lo que murmuraban los maliciosos que lo que deseaban era un bocado o un trago, y ni una migaja les dieron en razón de que nadie había olvidado el encuentro que los vecinos habían mantenido con ellos en la plaza de la Cebada poco ha, y hasta habían hecho ostentación de navajas cuando cortaban el pan, pues, no en vano, en aquella ocasión habían salido victoriosos y algunos enemigos -que ya empezaba a llamárseles «enemigos»- habían terminado en el hospital.
Manuel Castellano, en 1862, representó también el asalto y defensa del Cuartel de Monteleón, con una sola mujer ya muerta que tiene que ser Clara del Rey.
Y fue que, ante las miradas hostiles, los franceses decidieron hacer cumplir el bando que había proclamado la Junta de Gobierno, prohibiendo los corrillos y las reuniones, con lo cual los romeros hubieron de desalojar y los que habían ido a merendar se fueron mascullando, pues que no hubo bailes ni luminarias, no obstante, todos con la esperanza de divertirse en las verbenas de San Isidro, tan próximas ya. Tal decía Clara del Rey a las jóvenes que la rodeaban: la Tal, la Cual, y a una dicha Manolita Malasaña que iba la más enfadada de todas, pues que era la primera vez que su padre la llevaba al baile y, mira, que tanto tiempo esperando los sones de panderos y dulzainas, y ay, pardiez, que volvía sin haber danzado un pasacalles.
Al día siguiente, 2 de mayo de 1808, los madrileños se levantaron con el sol. Los hombres se fueron a sus quehaceres y abrieron sus talleres y tiendas, las mujeres prepararon el desayuno de sus maridos e hijos, dieron un limpión a sus casas, cogieron el cesto y salieron a comprar vianda para poner a hervir el puchero. Para cuando la señora Clara llegó al mercado de la plaza de la Cebada, ya le habían comentado varias vecinas que, en el día anterior, el mariscal Murat, el lugarteniente de Napoleón en España, había sido abucheado al salir de misa, y estaba riendo con aquellas dueñas, pero, al escuchar que los franceses se habían llevado al infante Francisco y que la población, a los gritos de «traición, muerte a los franceses y viva Fernando VII», se había enfrentado a la guarnición gala del palacio Real con lo que tenía a mano: palos, cuchillos y navajas, y que se habían producido varios muertos por ambas partes, se echó a correr pues que temió por su marido y sus hijos.
Leonardo Alenza, en 1835 hizo protagonista de su cuadro a una mujer que se dispone a encender la mecha del cañón. Esa mujer tenía que ser Clara del Rey.
Se encaminó aprisa a la calle de Toledo, a la sastrería de su esposo y la encontró cerrada, continuó hacía la plaza Mayor, deteniéndose a preguntar a los que iban en dirección contraría si habían visto a Manuel González, su marido, y todos le decían que no y seguían su camino, pero fue, Dios lo quiso, que en la dicha plaza una conocida le informó que lo había visto en la puerta del Sol. Y allá se dirigió diciéndose que había elegido la ruta más peligrosa, pues hubo de esquivar una patrulla francesa escondiéndose en un portal y pidiendo refugio a los vecinos, que, mira, la emplearon en lo que estaban haciendo: arrojar pucheros de agua hirviendo a un piquete enemigo que puso pies en polvorosa. Y luego, despidiéndose de aquella gente, continuó andando, para encontrarse, ay, Señor, con una batalla campal en la puerta del Sol, con que los mamelucos -de los que ajustadamente se decía que tenían rabo, como el Demonio- cargaban contra la multitud a galope tendido con sus sables desnudos cortando cabezas, si bien, algunos eran muertos pues los madrileños en un alarde de odio o furor, lo que fuere, se arrojaban con sus navajas a los pies de los caballos y los destripaban, derribando al jinete para rebanarle el cuello en el acto.
La señora Clara del Rey se encontró con una vecina en la esquina de la calle del Carmen, que le dijo haber visto a su marido e hijos encaminarse al parque de artillería de Monteleón, con otras muchas gentes que habían ido allí a pedir armas para hacer frente a la francesada. Y allá se fue, por callejas, evitando las vías principales en donde los enemigos combatían el levantamiento del pueblo de Madrid. Se juntó con un grupo de hombres y mujeres que llevaban su misma dirección, algunos de los cuales habían ya luchado en la puerta de Toledo o en la plaza Mayor contra los escuadrones enemigos que, acampados extramuros, habían entrado en la capital causando centenares de muertos. Las mujeres, algunas de ellas manolas, le fueron contando que habían matado a tantos y cuantos coraceros enemigos, pero ella, creída de que su familia estaría en el lugar de más peligro, avivaba el paso y no escuchaba en razón de que llevaba en su sesera encontrar a su marido e hijos y morir con ellos, si menester fuere, por la libertad y contra la tiranía. Por aquellas dos palabras que mil veces habían salido de la boca de Manuel González Blanco, su buen esposo y ciento por ciento patriota. E iba apurada, asumiendo riesgos además, pues, al oír pasos, de los portales salían a veces vecinos armados y más de un ladrillo caía de las ventanas y hasta algún mueble, en razón de que tomaban al grupo por franceses.
En el cuartel de Monteleón.
Cuando la señora Clara y compañía llegaron al cuartel de Monteleón, serían las 12 y tuvieron suerte pues los españoles, que se aprestaban a defenderlo sin hacer caso a la orden de la Junta de Gobierno ni a las amenazas enemigas para que entregaran las armas y se rindieran, y ya atrancaban la puerta. La buena mujer se llevó una alegría pues que allí estaban sus tres hombres, pero ellos no, al revés, hasta le recriminaron su presencia. No obstante, se abrazaron todos y también acudió al abrazo Manolita Malasaña que se encontraba allí con su padre. Tal vez hubiera sido bueno que unos a otros se contaran lo que habían oído, visto o sufrido, pero Clara siquiera llegó a saber quién era Daoiz y quién Velarde -los dos militares de graduación que dirigían la defensa del cuartel-, porque ya los enemigos pretendían forzar la puerta por donde había entrado y soldados y paisanos se disponían a disparar los cañones y atinaban, pues los franceses se retiraron dejando un montón de cadáveres sobre los adoquines, tiempo que aprovecharon otros españoles para entrar en el lugar, algunos con fusiles.
Clara del Rey, al ver que Manolita andaba entre los artilleros y les daba a beber de una bota o les alcanzaba el botafuego, hizo lo mismo cuando los enemigos volvieron al asalto. Y fue y tornó de los fusileros a los artilleros, y ya tenía el rostro tiznado de negro humo, cuando una bala de cañón estalló cerca de ella y un trozo de hierro le dio en la cabeza acabando con su vida, y ni amén pudo decir. Otro tanto que Manolita, pues que, a poco, fue alcanzada por una bala de fusil en la sien cuando llevaba cartuchos en el halda a su padre. Y era tanto el humo y tantas las órdenes, los gritos y los muertos que no se enteró nadie del fallecimiento de las dos mujeres. De la señora Clara, dueña honrada y de la joven bordadora Manolita, moza de grandes prendas, hasta tiempo después, hasta que cesó la lucha en el parque de Artillería de Monteleón porque los franceses entraron en él a bayoneta calada cuando los defensores no tenían ya con qué defenderse. Los españoles que pudieron salir por su pie lo hicieron, llevándose a los heridos, a Velarde y a Daoiz entre otros, y a sus muertos, a Clara y a Manolita entre otros y otras. Mientras, ya se pregonaba por todo Madrid que los habitantes debían entregar las armas blancas y se prohibía cualquier reunión vecinal. Esto último no se pudo cumplir pues los vencidos se juntaron en los entierros de los héroes de la jornada y de los que serían fusilados después en diferentes lugares de la villa por haber participado en la rebelión, Dios bendiga a todos, en fin.
Y es que falta iba a hacer, porque el levantamiento del pueblo de Madrid fue el detonante de una larga y sangrienta contienda, de la llamada Guerra de la Independencia, en la que el pueblo español asumió la autoridad suprema de la nación que habían dejado vacante los reyes Fernando VII y Carlos IV, que estuvieron prisioneros en Francia, y se opuso al mayor ejército del mundo, al del emperador Napoleón Bonaparte, que había subyugado a media Europa, consiguiendo vencerle además, eso sí, a costa de muchos sacrificios y mucha sangre, demasiada sangre incluso.”
Estela dedicada a Clara del Rey en Madrid, en unos jardines de la calle de su nombre, obsequio de su pueblo natal Villalón.
Muerta Clara del Rey, juntamente con otros caídos por Madrid, fue enterrada en el pequeño cementerio parroquial para pobres de la Buena Dicha, entre las actuales calles Silva y Libreros. Todo aquello desapareció y en su lugar se edificó esta bella iglesia, situada a unos cien metro de la Gran Vía.
sobre su fachada está esta placa.
Calle Velarde (entonces de San José) hacia la Plaza del 2 de Mayo con el monumento a los capitanes Daoiz y Velarde. La casa de la derecha de la foto corresponde a la que habitó Clara del Rey, una corrala de las entonces abundaban en Madrid.
Para que quien no lo sepa, las corralas son casa de vecinos, características del viejo Madrid, diseñadas como casa de corredores con armazón general de madera, que dan a un patio interior. Modelo de edificación de vecindad populosa mucho años después, en algunas, se empezaron a instalar un baño por cada planta.
Sobre su fachada, si os fijáis, se puede ver esta placa.
Honor y Gloria a nuestro héroes.